miércoles, enero 31, 2007

LA FRONTERA DE LOS NUEVOS DERECHOS

Bruno Trentin


Debemos ajustar las cuentas a un debate mezquino que puede acabar oscureciendo los límites que existen entre una estrategia reformadora de la izquierda y una concepción de la política, referida a la gestión de lo existente y, en buena medida, al transformismo. Esta línea está representada por el lugar que se asigna a los derechos en un proyecto vinculante para la izquierda reformadora. Los derechos existentes y su consumada realización ¿son “el fin del camino” sin poner el problema de cómo gestionar el cambio y las transformaciones ineludibles, incidiendo en su recorrido hacia un horizonte de mayor democracia y nuevos derechos? ¿O, sin embargo, se trata de una “mística” engañosa, el signo de una cerrazón conservadora ante la “modernidad”? ¿o, sobre todo, es una parcialidad corporativa que nunca podrá constituir la identidad de la izquierda?
Creo que estas dos orientaciones están presentes, de hecho, en el debate de la izquierda, aún cuando no se proclaman como tales, y se expresan de manera torticera por la degeneración personalista del debate político. Soy de la opinión que lo segundo es más peligro que lo primero: en nombre de la “realpolitik”, corre el peligro finalmente de señalar una separación, una ruptura con una gran tradición libertaria y democrática en la que se ha reconocido fatigosamente una parte de la izquierda occidental (ex comunista, socialista y verde) volviendo de esta manera a las raíces de la socialdemocracia.
Algunos dicen que la identidad de la izquierda no puede residir en los derechos formales sino en el “cambio” real y en la modernidad. De ello se puede deducir que los derechos reivindicatos en el pasado se han convertido en símbolos de la conservación, en cataplasmas de una historia superada o en la señal de una forma corporativa de autodefensa. Para juzgar el fundamento de esta nueva (y viejísima) ideología, es necesario, ante todo, que nos aclaremos sobre la naturaleza del “cambio” o, en otra versión, del carácter de la “modernidad”.
Ahora, tras dos guerras mundiales, los totalitarismos del siglo XX y del Holocausto, se han acabado los tiempos en que la izquierda podía identificar la modernidad y el cambio con un proceso lineal hacia el progreso. La modernidad estaba y está impregnada tanto de progreso posible como de reacción y regresión. Está abierta a salidas radicalmente distintas que dependen de las luchas civiles de los hombres y mujeres de “carne y hueso” y que, todavía, no están “escritos” completamente en el gran libro de la historia. Por estos motivos, las fuerzas de la democracia siempre han querido señalar y condicionar la modernidad y su misma naturaleza con la afirmación de nuevos derechos como metas a conquistar para afrontar los desafíos del cambio. Así fue desde el “Bill of Rigths” a la Carta de Derechos fundamentales de la Unión Europea. Cieertamente, como fotografía de lo existente y sanción de los derechos adquiridos.
No podemos olvidar la gran lección de los siglos XIX y XX cuando el movimiento obrero combatió el autoritarismo y la reacción, descubriendo la dimensión de los derechos o, en palabras de Amartya Sen, de las libertades. Cierto, en aquellos tiempos se impugnaron los derechos como medio para reducir las desigualdades sociales y las formas de explotación y opresión. Sin embargo, aparecen hoy como las únicas y duraderas conquistas del movimiento obrero en su lucha por la igualdad. No esta última, pero los derechos se revelaron como los fines principales de una política reformadora; una prioridad y una condición para contrarrestar las desigualdades sociales y la exclusión civil de millones de seres humanos que le precedieron y la acompaña.
En efecto, este es el legado duradero del progreso que se afirma en las luchas sociales del siglo XX: la libertad de asociación y de huelga, el sufragio universal, el “welfare state”, la paridad entre hombres y mujeres, la democracia parlamentaria: unos derechos que continuamente ha sido puestos en discusión o, a veces, vaciados de contenido. Y por esta razón (en todas las épocas), la afirmación de determinados derechos, como metas que se deben conquistar en todo momento, se acompañan de intentos de utilizar en los hechos la desreglamentación que suscitan tales cambios y las transformaciones sociales para volver atrás y para hacer valer la reacción de las fuerzas conservadoras con el ánimo de imponer una regresión política y cultural.
Esta ha sido, en los últimos años, la postura de los sectores más conservadores de la patronal y la derecha frente a las nuevas contradicciones que suscitan los procesos de transformación de la empresa y del mercado de trabajo, inseparables de la aparición de las nuevas tecnologías de la información. Por ejemplo, la contradicción existente entre un trabajo de gran responsabilidad y un empleo incierto, precario e inseguro, al menos para ún gran número de personas; en la incapacidad de buscar una solución a esta contradicción --mediante el diálogo e imaginando nuevos derechos: la formación permanente y otros-- ha prevalecido, en suma, en una parte del mundo empresarial (sobre todo, en sus corifeos) un reflejo condicionado: volver a las reacciones autoritarias de la década de los cincuenta.
Primera observación: no se debe extraviar la “modernidad” y no hay que confundir las reacciones de las clases dominantes con el reformismo.
Este fue el error que cometieron, hace ya unos diez años, los adversarios del artículo 18 del Estatuto de los Trabajadores (Statuto dei lavoratori) no cayendo en la cuenta que esta primera conquista del otoño caliente adquiriría un nuevo valor en el marcado laboral de la flexibilidad y la precariedad, y --de manera particular-- en todas las relaciones de trabajo por tiempo determinado. Y poodía (y puede) abrir la vía para tutelar todas las formas “atípicas” de la relación de trabajo que hacen posible el ejercicio de un derecho. Y este es el error (no sé hasta qué punto irresponsable) de los que quieren ofrecer nuevas razones a la división de los trabajadores y a la campaña contra la tutela individual en la confrontacióin del despido (¿por razones económicas o motivos antisindicales) sin justa causa, apoyando un referéndum para extender la obligación del reintegro que sanciona el artículo 18 en una tienda o en la relación de trabajo personalizado.
Segunda observación: ¿los derechos, también los derechos fundamentales, tienen su propia historia? Es cierto, pero esta historia no es lineal. Algunos derechos acaban por olvidarse; o, porque --aunque plenamente ejercidos en tiempos remotos o al revés-- son completamente superados por las transformaciones de la sociedad. Ciertamente, el contrato de trabajo por tiempo indeterminado es uno de éstos, aunque sobreviva formalmente. Sin embargo, otros derechos conservan una dramática actualidad; por ejemplo, la enseñanza obligatoria, la prohibición del trabajo dependiente a los menores, las tutelas de los jóvenes, las mujeres, las minorías étnicas o religiosas; o como otras discriminaciones, por ejemplo, en el tratamiento salarial. Por no hablar de los inmigrados: ¿acaso se ha olvidado la reciente campaña --con sus correspondientes resonancias en una determinada literatura económica-- planteando la disminución salarial para los inmigrantes recién llegados? En definitiva, otros derechos tienen una evolución y un devenir, como por ejemplo, la transformación en el derecho al estudio (à la Condorcet), el que sitúa nuestra Constitución y, ahora, el derecho a la formación permanente (pendiente de ejercer) tal como plantea la Carta de Derechos fundamentales de la Unión Europea.
Está claro que los derechos fundamentales tienen su propia historia y su propia devenir, que señalan siempre una nueva frontera hacia la cual orientar los confines de la “polis”: de la democracia real. Y que, contrariamente, a un cierto juicio de Marx, denunciado el carácter mistificador de los “derechos formales burgueses” al estar en contradicción con las condiciones “reales” de vida, trabajo y poder de las clases subalternas, estos “derechos formales burgueses” demostraron ser la leva principal para superar estas contradicciones, salvaguardando la democraciua y lsd libertades indificuales que, después, el mismo Marx corrige más tarde en otras partes de su investigación.
¿Nuestra oposición a esta guerra preventiva no saca, quizás, su fuerza de convicciones; por ejemplo, de la susencia de una legitimación de las Naciones Unidas? ¿Y no apunta, ahora, a restituir a la ONU una soberanía efectiva (que es condición de su sucesiva reforma) y su función de fuente principal e ineludible del derecho internacional? No es, hoy, el objetivo principal del movimiento por la paz?
Para una fuerza de la izquierda, las nuevas fronteras de los derechos formales son las nuevas fronteras de la democracia. Pero, incluso a la hora de delinear una nueva frontera de los derechos (hoy ante las transformaciones de la sociedad civil la izquierda y el mismísimo movimiento sindical se resienten de límites defensivos y conservadores. Que se expresan, por ejemplo, en la infravaloración o en la afectación con el que afrontan el derecho al conocimiento y al saber, en su lucha contra la fractura social que se dibuja en el mundo entre quienes possen conocimientos y quienes está excluído de ellos.
Existe un retraso del sindicato en la percepción de la centralidad de una propuesta por el control de las formas de organización del trabajo, capaces de valorar los recursos culturales y profesionales y el deseo de aprender de la persona que trabaja; o en el diseño de una reforma del “welfare state” que responda al reto del envejecimiento de la población; un retraso, también, para reconstruir --en el mundo del trabajo y en la sociedad-- toda una solidaridad entre los diversos en torno a la búsqueda de derechos universales donde todos se puedan reconocer y construir nuevas y más amplias alianzassobre la base de objetivos como éstos.
En resumidas cuentas, la cuestión que se dirime es la actitud de los derechos universales (en los planos nacional e internacional) para construir la solidaridad entre diversas tipologías de ciudadanos, en primer lugar, en el universo de los sectores más débiles, superando toda dimensión corporativa y los privilegios de ciertas capas y corporaciones.
La otra cara, pplenamente actual, de los derechos fundamentales es la que empuja a las fuerzas políticas y sociales, que lo reivindican, a perseguir una acción incesante para dotar, rápidamente, a estos derechos de los recursos materiales y umanos necesarios para llevarlos a la práctica, esto es, a su efectivo ejercicio. En ese sentido, afirman no sólo una perspectiva y un futuro posible sino un vínculo con el presente: el de la coherencia, sin desviaciones, en la intervención para realizarlos “qui et ora”. Un vínculo que permite afirmar una transparencia y una eticidad de la acción política, fuera de un lenguaje propio de iniciados, como es el caso del monopolio de algunas capas que se autodefinen como “destinados” al gobierno, ya sea por nacimiento o por oficio.
Traducción José Luis López Bulla, subvencionada por don Rafael Rodríguez Alconchel
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