Bruno Trentin [1]
La libertad ha sido la apuesta en la historia del llamado conflicto distributivo. Es este dato (la rediscusión de la remuneración del trabajo, mediante la acción colectiva organizada y la respuesta del indivisible principio de autoridad, como prerrogativa del derecho de propiedad) lo que no han comprendido no sólo enteras generaciones de filántropos sino también muchos observadores y actores sociales y reformadores. Todos ellos pensaron que la mejor distribución de la renta, a través de algún “resarcimiento” externo al centro de trabajo, era lo mejor, aunque a cambio de negar las libertades primordiales como posible respuesta a las decisiones de quien dispone tanto de la autoridad como del monopolio de la formación y del conocimiento[2].
Verdaderamente, ya en los orígenes del conflicto social organizado, el movimiento obrero y los legisladores (primero liberales y después socialistas) buscaron, ante todo, redefinir y ampliar los derechos de ciudadanía de los trabajadores subordinados. Las leyes sobre el trabajo nocturno, sobre el trabajo de las mujeres y los niños, el reconocimiento del derecho de coalición (el sindicato) y de huelga… hasta la conquista gradual del sufragio universal, han contribuido de manera determinante a extender los espacios de libertad en las sociedades modernas. Y, con esta, también han contribuido los derechos de ciudadanía de los trabajadores (ante todo, en el diálogo con el Gobierno) como, por ejemplo, el derecho a la instrucción pública y a la protección en caso de desempleo y enfermedad que, de alguna manera, han reequilibrado los términos del conflicto social en los mismos centros de trabajo. Aunque sin oscurecer el principio de propiedad-autoridad que, en el interior de la empresa, regulaba las formas de prestación del trabajo asalariado.
Estos datos --y, más en general, la expansión de la democracia y de los poderes reconocidos a los ciudadanos fuera de los centros de trabajo-- han construido la historia y las conquistas del movimiento obrero con más fuerza que la reducción substancial de las desigualdades, no sólo entre propietarios sino entre los que detentan la autoridad en cualquier tipo de empresa y el trabajo subordinado.
Entre estas conquistas, (la difusión en la Europa occidental de los sistemas de welfare, entendidas originariamente, al menos en Inglaterra, como instrumentos de un desarrollo más general y como “vía” al pleno empleo) representaron en el tejido de nuestras sociedades un medio fundamental de expansión de la democracia, rompiendo todos los obstáculos que pudieran impedir la plena participación de todos los ciudadanos en la escuela, en la asistencia sanitaria, en la seguridad social o en el caso de los accidentes laborales. Ello explica a las claras por qué los fautores de los poderes indivisos del mercado y de la empresa, en la fase actual, hayan hecho de este fundamental instrumento de la democracia el blanco principal de sus ataques al ordenamiento democrático. La idea es clara: sustituir los servicios públicos de carácter universal por el mercado, restableciendo de esa manera las primitivas desigualdades.
Pero, a pesar de los grandes progresos de la democracia y de los “espacios de libertad”, conquistados por la sociedad civil y frente al Estado, la empresa moderna (no me limito a usar el término capitalista) permanece substancialmente cerrada a toda forma de democracia y a todo espacio de libertad. La conquista de importantes derechos de los trabajadores, que se ponen en entredicho de manera recurrente, no parece incidir sustancialmente en la autoridad de la empresa. Ello se concreta en campos decisivos como los derechos a la información, el conocimiento y la igualdad de oportunidades entre los sujetos y los géneros del mundo del trabajo. Vamos a ver si nos entendemos: un gobierno eficiente de la empresa (de cualquier tipo de empresa, también las cooperativas) que sea compatible con algunas libertades fundamentales de la persona --por ejemplo, el derecho a la información y al conocimiento-- constituye un problema de dimensiones reales.
Este problema había sido eliminado por las teorías de la autogestión y, más en general, por las teorías socialistas que creían haber resuelto el nudo del poder, de la dignidad y la libertad de las personas mediante la socialización de los medios de producción, con la fábrica socialista. Con la ilusión de que la fábrica socialista o, incluso, la de tipo autogestionada habría representado el fin no sólo de la expropiación de la plusvalía sino de la mismísima relación de opresión, y no como sin embargo sucede con su exasperación: con el conflicto “estatalizado” entre el manager del partido-estado o, en su caso, el Consejo de autogestión y los propietarios “formales” de la empresa.
El gobierno de la empresa, capaz de hacer frente a la competencia a escala mundial y crear beneficios, tomando rápidas decisiones, no se concibe mediante formas asambleístas de democracia o confiando la propiedad y la gestión a los trabajadores como un todo indistinto. Algunos intentos de esta naturaleza se han convertido en la legitimación de las más duras formas de autoritarismo, atentando contra la libertad de los trabajadores en los pocos espacios privados que existían fuera de los centros de trabajo.
Debe reconocerse que el último poder de decisión está en manos del propietario o del manager de la empresa, según las reglas que haya entre uno y otro, so pena de la parálisis o quiebra de la empresa. Sin embargo, este poder de “última y rápida decisión” no excluye --ésta es la cuestión crucial que sitúo-- formas de control, apoyadas por un sistema de información rápida, ni elimina tampoco formas de participación consultiva en las decisiones, acompañadas por el derecho de propuesta de soluciones alternativas a las adoptadas por la empresa, y también al derecho al ejercicio del conflicto, en el caso de divergencias radicales.
En la fase actual (en la que los procesos de reestructuración de la empresa moderna y de su cambio de localización o de una parte de ella, que se dan continuamente) será cada vez más decisiva la constante actitud de los sindicatos y de las fuerzas de los diversos gobiernos, nacionales y locales, mediante su intervención con un nuevo y fuerte bagaje de conocimientos. Y también será decisiva la capacidad del sindicato a la hora de definir los grandes fundamentos del contrato de trabajo con el objetivo de reunificar, en el cuadro de los derechos, las barrocas dislocaciones contractuales que ha creado la legislación reaccionaria del gobierno de Berlusconi para vaciar de contenido la negociación colectiva, desarticulando el mercado de trabajo y de esa manera marginar el papel del sindicato “general”.
Hablo de un nuevo contrato de trabajo que garantice el derecho al conocimiento y a la formación permanente ante la mayor flexibilidad de las prestaciones de la mano de obra; el derecho a la información preventiva y el control de la organización del trabajo y del tiempo de trabajo ante la mayor responsabilidad que tienen dichas prestaciones de la mano de obra; el derecho, cada vez más pisoteado en estos tiempos, a la igualdad de tratamiento salarial y normativo para quien realiza la misma tarea u otra profesionalmente análoga; el derecho al mantenimiento del empleo de cada concreto trabajador, que es despedido sin justa causa, cualquiera que sea la naturaleza de su actividad. Por esa vía se podrá experimentar una forma de participación en las decisiones de la empresa, que no sustituye las opciones que, en última instancia, le corresponden al manager-empresario, sin afectar al sindicato en una peligrosa confusión de papeles y en una deriva corporativa de su función; la tarea del sindicato siempre encuentra su punto de partida en la mejora de las condiciones de trabajo, de la organización del trabajo y del tiempo de trabajo, y en primer lugar de los espacios de autonomía y libertad de cada trabajador en concreto.
El gobierno del tiempo y de su uso --para el trabajo, el estudio, vacaciones y la vida privada-- se está convirtiendo, en esta época de producción y trabajo flexibles, un terreno fundamental de iniciativa para el sindicato, si es que quiere recuperar mediante su programación negociada un espacio de libertad, dentro o fuera del trabajo.
Toda revolución industrial (la primera, a finales del siglo XVIII; la segunda con la afirmación del modelo fordista; y la tercera con la informática y las telecomunicaciones, en un contexto de globalización de los mercados y los capitales) ha comportado, en primer lugar, así en la empresa como en las unidades de trabajo, tanto en la organización de la producción como en la organización del trabajo, una puesta en cuestión de los anteriores equilibrios de poder y de los precedentes relaciones de subordinación. En otras palabras, una redistribución de los poderes y de la libertad.
La primera revolución industrial tuvo el impulso coercitivo del trabajo asalariado, mediante la tradicional secuencia, primero, del desarraigo y, después, de la exclusión, y la instauración de una relación de dominio sobre las personas, no sólo del trabajo. Fue con las leyes contra los vagabundos y de los pobres con el objetivo de someter la fuerza del trabajo a los empresarios; la fuerza de trabajo, efectivamente, que expulsaban la agricultura y el artesanado y que a veces estaba presto a destruir las máquinas para conservar, con el monopolio de su saber hacer, su autonomía profesional y una cierta libertad de elección[3].
La segunda revolución industrial significó la expropiación fordista del saber y del saber hacer de la mayoría de los trabajadores, reducida a un ciego apéndice de las decisiones del manager.
La tercera, la de la informática, que expropia tendencialmente, al mayor número de personas, el control de un conocimiento en constante evolución, aunque exige contrariamente al trabajador (a todos los trabajadores) una responsabilidad de los resultados por sus intervenciones conscientes en la producción; de esa manera se extiende la inseguridad y la precariedad en el empleo, mediante los incesantes procesos de reestructuración y deslocalización que son ya fisiológicos y, por añadidura, un signo de vitalidad de la empresa moderna.
Frente a esas tres revoluciones, fracasadas las formas primitivas de revuelta o de defensa obstinada de una imposible inmovilidad del empleo en la empresa moderna (el último ejemplo ha sido el intento, puramente verbal, de reducir simultáneamente el horario de las 35 horas para todos los trabajadores); derrota por las recurrentes venganzas del sistema; la ilusión de algún que otro intelectual extremista que quería subvertir el mismísimo corazón de la máquina capitalista con una movilización, referida sólo a los salarios, sin ningún tipo de compatibilidades con las otras variables de la economía… el movimiento socialista y el sindicato se replegaron, primero hacia posiciones de resistencia, con la idea de reducir por lo menos la entidad de los despidos que se han producido en estas revoluciones, sin que nunca se produjeran incrementos salariales; y después del repliegue, el sindicato se puso a la búsqueda de un reequilibrio en la sociedad de los poderes que no se tenían en la empresa. La intervención pública ha tenido y conserva esta función, bajo las luchas del movimiento obrero y el pensamiento liberal, hasta la consecución del sufragio universal.
No sólo la conformación del welfare state en la Europa occidental ha tenido un papel relevante en la nueva forma de poner en marcha la política económica y la lucha contra el paro, una función compensatoria con resarcimientos con relación a los fallos de los mercados al tomar como objetivo el enriquecimiento intelectual de la persona humana; también las necesarias políticas redistributivas y la legislación social, orientadas a promover la actividad sindical y la negociación colectiva, sancionando el derecho de huelga, han desarrollado una función esencial de contrapeso ante el monopolio del poder que conserva el empresario capitalista: algo que no cambia con la nacionalización de una empresa, tal como se creía hace años.
El movimiento socialista y el sindicato no han conseguido, sin embargo, reequilibrar los poderes en el interior de la empresa ni tampoco lograron, hasta la presente, sólo en pequeñas dosis y en casos relativamente pequeños, limitar (por ejemplo, los intentos efímeros de la SPD de Brandt de asumir como objetivo general, en su programa fundamental, la humanización del trabajo o algunas iniciativas legislativas en los países escandinavos) el monopolio del conocimiento y decisión que tiene la casta de los mánagers, puesta ahora en peligro por un accionariado ávido de beneficios inmediatos.
También se puede afirmar que, a pesar de la existencia de una espesa literatura y de algunas experiencias sobre el terreno y, a pesar del testimonio combativo de amplias minorías, ésta nunca fue la vía principal del movimiento socialista. El objetivo de la igualdad, de la igualdad de los resultados --y no tanto de las oportunidades-- siempre fue marginal en el interior de las empresas: enfrentarse a la opresión, abordando aquí y ahora la libertad y la autodeterminación fueron “las sobras”. De ahí que tengamos que preguntarnos si esta aporía del movimiento socialista y de los sindicatos pueda durar todavía mucho más. No sólo porque la redistribución de los poderes en los centros de trabajo se corresponde a toda fase de desarrollo económico y, por supuesto, la actual. No sólo porque la revolución informática transforma el digital divide en una separación de posiciones, expectativas de empleo e identidades que repercuten en todas las formas de conocimiento, produciendo una verdadera división de clase entre quien sabe y quien no sabe y ya no tiene instrumentos para adquirir conocimientos que maduran en los centros de trabajo, en el corazón de la empresa. Sino porque la evolución cultural de millones de trabajadores, potencialmente capaces de apropiarse de los nuevos conocimientos y, a partir de ahí, disponer de mayor libertad y autonomía para decidir su propio trabajo, les lleva a verse excluidos de esta posibilidad, ya que les es negado el derecho a igual salario por igual trabajo; o simultáneamente para disponer de una movilidad profesional como esperanza de enriquecerse con nuevos conocimientos y nuevas experiencias de trabajo.
Pero, mirando bien las cosas, a partir de esta contradicción irresuelta que pesa en la vida de cada cual, hay una concepción global del progreso y de la modernidad, como sentido común, que necesita una completa revisión: no es concebible ningún progreso ni ninguna modernización si no se toma en cuenta la primacía de la libertad, a través del conocimiento; y definitivamente hace justicia a todas las ideologías totalitarias, que pretenden que la libertad debe venir después de la “toma” o de la ocupación del poder (en la empresa, en el partido y en el Estado) y que el “bienestar” es la condición preliminar e insustituible para “disfrutar” de la libertad y saber utilizarla. Como diría Amartya Sen, la libertad y el conocimiento son lo primero para estar mejor. Porque la erradicación, la exclusión y la opresión son siempre la causa de la miseria. Y una democracia no podrá llamarse plenamente tal hasta que, en la parte de vida de las personas que dedican al trabajo, no le sea restituida --con sus específicas formas, compatibles con la empresa competitiva-- aquellos espacios de libertad que son esenciales para su progresiva autorrealización.
Hemos sido fáciles profetas en el pasado cuando temíamos que la izquierda italiana (y europea) sufriese sólamente los efectos impetuosos de la tercera revolución industrial, quedando indefensos ante la propagación de las ideologías neoliberales y del nuevo conservadurismo.
La crisis del comunismo y el estallido del socialismo real con el impulso de una revuelta libertaria[4], casi han desarmado a todo el movimiento socialista y ha hecho que hasta la palabra socialismo sea impronunciable. Paradójicamente, en los Estados Unidos se ha manifestado una más lúcida capacidad de análisis y de reflexión crítica en las corrientes “liberales” (ojo, las auténticas), en los verdes y en una parte muy viva de la izquierda democrática.
Pero lo que no era previsible, parafraseando a Gramsci, cuando hemos hablado de una segunda revolución pasiva (sobre todo con relación a la cuestión del trabajo) fue la débâcle del pensamiento crítico y el poder de penetración, en un desierto de reflexión cultural, de las ideologías neoliberales en una parte consistente de la izquierda europea. A veces, esta izquierda repite de manera paroxística el itinerario de los newcons americanos, algunos de los cuales provenían del partido demócrata. Mientras tanto, la parte del movimiento social más expuesta a la desregulación del mercado y a la verdadera y concreta crisis de de la relación de trabajo tradicional se replegaba, como en los años veinte del pasado siglo, a posiciones puramente defensivas, cuando no hacia formas corporativas de representación y conflicto.
La hegemonía neoliberal se hará sentir, en primer lugar, en aquellos exponentes de la izquierda italiana que expresaron su creatividad intelectual “glosando” e, incluso, radicalizando las tesis de la Confindustria de signo puramente autoritario. Que fue lo que ocurrió cuando la campaña por la abolición del artículo 18 del Estatuto de los Trabajadores. O defendiendo la modernidad de una ley del gobierno de Berlusconi que desestructura el mercado laboral con formas contractuales individuales, rígidamente compartimentadas, agrediendo el papel del sindicato y de la negociación colectiva.
Y también se hizo sentir cuando el gobierno de Blair mantuvo todas las leyes antisindicales de la señora Thatcher. Es más, el gobierno de Tony Blair hizo aprobar una ley sobre el derecho de asociación en los centros de trabajo que negaba a la minoría el derecho a existir: sólo podía negociar aquel sindicato que obtuviera la representación (no ya de los que pueden hacerlo en un sufragio colectivo) sino tan sólo de los empleados con empleo fijo.
Ello se hace sentir en el enfoque de una parte de la izquierda italiana en el problema de las pensiones. En vez de readaptar el sistema a las nuevas características del mercado de trabajo (mayor flexibilidad y movilidad laboral y riesgos crecientes de larga interrupción de la relación de trabajo, sobre todo para los más jóvenes y los trabajadores de más edad) algunos no sienten ningún reparo en proponer la reducción de las pensiones futuras, sosteniendo que de esa manera se defiende mejor los intereses de los más jóvenes. Y también se hace sentir cuando se defiende, también entre personalidades de la izquierda, la fábula de una reducción del salario contractual para los nuevos contratados, sin ninguna obligación de formarlos, con el objeto de facilitar un aumento del empleo de los más jóvenes. Mientras tanto, en la realidad --como, por ejemplo, en una teoría honesta y no improvisada-- la reducción del coste contractual de los más jóvenes, la violación de un principio constitucional (a igual trabajo, igual salario) que tutela a jóvenes y mujeres, además de provocar (como lo estamos viendo en Melfi y Milán) una revuelta de todos ellos, al sentirse humillados y discriminados --incluso con el aval de un sindicato-- tiene el efecto de acelerar la expulsión de la mano de obra más antigua. Y eso ocurre precisamente cuando los mismos propulsores de estas “terapias” autoritarias, propician sin una pizca de vergüenza un aumento de la edad laboral con relación al cobro de las pensiones.
También hemos notado el temor de algunos exponentes de la izquierda afirmando que el rechazo de los infrasalarios para los nuevos contratados habría llevado a muchos jóvenes a romper con desprecio el contrato de trabajo. Y leímos en un documento patrocinado por el gobierno italiano de centroizquierda y por el neolaborista británico, la tesis de un notable experto inglés que plantea la reducción de los salarios en las regiones italianas del Sur en proporción al número de parados. Esta es la vía, benevolentemente indicada, para resolver la cuestión meridional. O sea, como si todavía estuviéramos en una época donde las figuras dominantes de los trabajadores meridionales eran el jornalero o el peón de albañil; y como si fuera posible, mediante un decreto, eliminar el sindicato, dejando que una ley extraña estableciera estos vasos comunicantes: con menos salarios, habrá más empleo. De qué manera explicar, pues, en un contexto similar, el fenómeno de la inmigración y el aumento del desempleo de los trabajadores de más edad (también en las regiones meridionales) eso se lo dejaremos a nuestro experto inglés del new new labour.
El movimiento de los trabajadores, los sindicatos (y, en primer lugar, la CGIL) han desarrollado un papel, probablemente insustituible, de freno --también con su acción de resistencia-- de la degeneración de la política y el dominio de las ideologías neoliberales; una resistencia que rebajó en los centros de trabajo y en las nuevas formas de prestación de la mano de obra (los llamados contratos atípicos) las implicaciones ademocráticas y autoritarias. No se puede desconocer ese dato, a menos que se quiera cometer un grave error de apreciación a la hora de analizar la situación italiana; y también en la situación de otros países europeos, como España, Francia y Alemania.
Nuestro límite ha sido otro: la ausencia de proyecto. Desde ese punto de vista, también aquí, faltó la exigencia de una gran autonomía cultural para valorar los efectos de la tercera revolución industrial, construyendo las condiciones que deberían corresponderse con la nueva etapa de la liberación del trabajo, una vez asumido que éste es el objetivo fundamental del movimiento sindical. De hecho, todo esto ha impedido a las fuerzas de la izquierda tradicional, hasta el día de hoy, ser auténticas interlocutoras de los movimientos de diversa naturaleza que surgían en la sociedad civil, por ejemplo los alterglobalizadores y otros. Ciertamente, todos ellos tienen contradicciones y simplismos en sus consignas, pero representan una exigencia de fuerte cambio, en primer lugar en la sociedad civil.
El movimiento sindical tiene muchas razones que explican su repliegue defensista (ante los incesantes procesos de reestructuración, de “terciarización” y de dislocación de las empresas[5]) y su aceptación de un asistencialismo como última frontera. Este repliegue a una línea de defensa de sólo el salario, en un momento en que Berlusconi cancela los acuerdos de 1993 y rompe la cláusula de revisión sobre la “inflación programada” lleva a un ataque al poder adquisitivo de las retribuciones, con el apoyo activo de la Confindustria, incluso de las Confederaciones de las Cooperativas. Esta situación se dio en un momento en que, en las empresas y en el mercado, dominaba el miedo a los despidos, lo que se refleja en una reacción primordial de autodefensa que se verifica en todos los países industrializados en más de una circunstancia.
El precio ha sido alto porque comportó la renuncia, en muchas ocasiones, al mantenimiento de una política reivindicativa, de rebajas, en el control de las formas tayloristas de organización del trabajo, que sobreviven en la mayoría de las empresas después de la crisis del fordismo; en el gobierno del tiempo, de intervención en las políticas de formación en las empresas y de la movilidad profesional de los trabajadores. Sí. El precio ha sido alto cuando una parte de la izquierda propugnaba la solución centralista y legisladora de la reducción de los horarios en todas las grandes y medianas empresas, excluyendo así a la gran mayoría de los trabajadores[6]. Un planteamiento que no tenía ningún apoyo de masas entre los trabajadores, y que suponía que el sindicato perdiese el control y el gobierno del tiempo de trabajo y de los tiempos extralaborales. De esta manera se concedía a las empresas un instrumento unilateral para condicionar la vida laboral, de los espacios de libertad y certidumbre, conquistados en los últimos cuarenta años. Sobre estas derrotas de la política reivindicativa del sindicato se debe hablar echando cuentas de los cambios que se han operado en las relaciones de fuerza junto a la nueva revolución de la informática; también se debe hablar del repliegue de una parte de la izquierda a posiciones subalternas de las ideologías neoliberales y también del extremismo totalmente verbal (quiero decir, sin una hora de huelga) de otra parte de la izquierda, como lo demuestra el triste epílogo de las 35 horas en Francia. No se puede ignorar tampoco la existencia de otras derivas presentes en el movimiento sindical: el resurgir de una vieja cultura sectaria, inspirada substancialmente en la pura y simple negación de las transformaciones de estos años, ya sean las que se han producido en el sistema-empresa, ya sean las que están presentes en la composición social, cultura y subjetiva de las clases trabajadoras.
El descubrimiento --en los años de la diversificación objetiva y subjetiva del mundo del trabajo-- de una reivindicación típicamente defensiva y “fordista” como la del aumento salarial igual para todos, señala, con una auténtica y concreta regresión cultural, un divorcio radical con la parte nueva del mercado laboral que no está dispuesta a una pura y simple homologación y a una representación que les niegue sus subjetividades y libertades. Por otro lado, el descubrimiento de que la unidad sindical no es ya un valor ni una condición vital para afirmar los derechos de los trabajadores, representa la vuelta a un extremismo verbal, asumida como la excusa de una inevitable derrota.
Todo ello ratifica la inevitable vuelta atrás que sigue a la renuncia de la independencia sindical; a la autonomía cultural que interpreta las transformaciones de la sociedad sin ser los súcubos de las tesis ideológicas de las clases dominantes o de un extremismo que renuncia, de entrada, a gobernar lo que avanza y estando siempre a la espera de que la cosa explote. A la autonomía cultural, capaz de construir --ante todo, con todos los sujetos del mundo del trabajo y de las empresas innovadas-- un proyecto de transformación de la sociedad civil y de la vida cotidiana, dando más libertad, más poderes y mayores posibilidades de participación creativa a las fuerzas sociales subordinadas.
De cómo hacer frente a las grandes contradicciones de este siglo
La intervención militar de los Estados Unidos y del gobierno italiano en Irak ha puesto de manifiesto, al menos al principio, una cierta separación entre una parte de los militantes pacificotas “integrales” y la mayoría de los partidos del centro-izquierda que asumieron como criterio discriminante una acción que consolidara el peso y el prestigio de las instituciones internacionales: la Unión Europea y, sobre todo, Naciones Unidas. Este enfoque es lo que, ante todo, motivó la oposición del centro-izquierda italiano a la intervención americana e inglesa en Irak.
Personalmente estoy de acuerdo con el comportamiento del centro-izquierda italiano en sus diversas fases, antes y después de la intervención. En efecto, tengo para mí que forma parte de las mejores tradiciones del movimiento obrero (como ocurrió cuando la guerra de España) la acción de masas apoyando el recurso a la fuerza para impedir un genocidio, el aplastamiento de un gobierno legítimo o de un movimiento democrático. En nombre de estos principios, los militantes de izquierdas se batieron en Francia y Gran Bretaña contra “las potencias de la no intervención” para impedir la derrota de la República española.
Nuestros errores no están ahí. Sino en el hecho de que, en momentos cruciales como el genocidio en Bosnia, el ataque en Kosovo, la masacre en Ruanda o la represión del pueblo chechenio, la izquierda no consigue a tomar determinadas decisiones o a plantear críticamente cierta ausencia y pasividad mediante un gran movimiento de discusión y asunción popular (no sólo con las manifestaciones) en una auténtica reflexión colectiva. Esta carencia ha pesado, sobre todo, cuando se trataba de reconocer en el terrorismo de Al Qeda, no ya uno de los grupos terroristas nacionalistas que hemos conocido y combatido, también en la Europa de la segunda mitad del siglo XX, sino un sujeto político de dimensión mundial con sus centros, su poder de difusión, con sus mercenarios humillados y conquistados a una religión de caridad, negadora de los valores del Islam y decidida a provocar --con los asesinatos y estragos-- la regresión del mundo árabe hacia una nueva Edad Media, teocrática y tribal, destruyendo con las armas del miedo y la muerte cualquier apariencia de democracia.
Ahora bien, las opciones y orientaciones que cuestionan algunas convicciones y certezas del pasado (cuando no existían ni el terrorismo internacional ni las guerras inter-étnicas) como la no ingerencia en los asuntos “internos” de otro país o el rechazo de cualquier guerra (que no fuera totalmente defensiva en la pugna con otro Estado) como prescribe la Constitución italiana, exigen la repulsa de las decisiones verticistas y reclaman una fase de diálogo y discusión con la masa de militantes, simpatizantes y electores que, no obstante, casi siempre nos ha faltado. Paradójicamente, me acuerdo de que, en los tiempos del partido comunista italiano cuando la represión armada contra la revuelta húngara (un “asunto interno” de la democracia popular) las secciones de aquel partido estaban de bote en bote hasta las tantas de la noche con militantes y simpatizantes que se interrogaban apasionadamente sobre la naturaleza del giro político que se estaba operando en Hungría: ¿era un golpe de Estado del imperialismo o una rebelión obrera y popular? Y también tras las conclusiones del Congreso nacional del Pci que aprobó la intervención soviética, aquel debate dejó profundas huellas en el “corazón” del partido, no sólo entre quienes lo abandonaron en aquella ocasión.
En mi opinión, ahí están las razones de la debilidad y, a veces, de la improvisación de la “política exterior” de la izquierda italiana, que han pesado en algunos momentos en la recíproca incomprensión que tuvo con los movimientos pacificistas y los antiglobalización. Pero éste no ha sido sólamente el límite. Hay que ser rigurosos y consecuentes cuando nos encontramos ante la ardua situación de una posible intervención militar para impedir un genocidio o la represión de un movimiento democrático o para defendernos de un Estado que organiza un ejército de terroristas. No sólo anteponiendo una política de alianzas y de unidad que prevenga y venza al terrorismo, sino combatiendo en todo momento, con medios políticos y pacíficos, con el apoyo de los pueblos que reivindican su independencia o que luchan contra una dictadura; demostrando con los hechos (y no sólo con las palabras) que no puede haber, para la izquierda italiana, ninguna diferencia entre el dictador “enemigo” y el dictador “amigo”. Que nuestra incesante iniciativa se dirija sin ninguna rémora a Bosnia y Chechenia, a Cuba y al Túnez de Ben Alí. Y también a la iniciativa de la Internacional socialista: el terrorismo palestino es el peor enemigo de la OLP y de la independencia palestina o la ocupación militar y la represión sangrienta del gobierno de Sharon en su lucha contra las poblaciones palestinas.
Es preciso que sepamos batirnos para que la Asamblea general de Naciones Unidas condene la represión rusa en Chechenia de la misma manera que condenó el genocidio en Bosnia. Es necesario demostrar con los hechos que la izquierda italiana no tiene “líneas de repuesto” sino un código de honor. Sin embargo, para poder conducir de manera transparente (a la luz del Sol) esta batalla por la defensa de las libertades en el mundo, se requiere conducir con coherencia y continuidad una batalla por la creación de instituciones internacionales que tengan poderes efectivos de decisión, y que sean representativas de todas las áreas de la población mundial. Hablemos de las iniciativas más urgentes: la eliminación del poder de veto en el Consejo de Seguridad, ampliando su representación con un representante de la Unión Europea, es un objetivo de dramática urgencia.
Ahora bien, eso quiere decir que Europa debe ser un sujeto político, haciendo frente a la resistencia del gobierno de Blair. Hay que conferir autoridad y poder a la Unión europea, ante todo, en su política exterior y de tutela de los derechos y libertades, dando vida a una experiencia de cooperación reforzada en la zona de la unión monetaria. También mediante la reforma del pacto de estabilidad, haciéndolo compatible con la consecución de los objetivos de la política de la Cumbre de Lisboa. Así se abrirán más adhesiones a una estrategia que apunte explícitamente, mediante iniciativas de vanguardia, a convertir la Unión Europea en un sujeto político de dimensiones mundiales y un ejemplo para construir otras alianzas y organizaciones regionales, capaces de contener las estrategias imperiales basadas en el unilateralismo.
La izquierda italiana, y en gran medida la izquierda europea, hasta la presente, no ha conseguido dar una batalla por la unión política de Europa: una batalla popular, empujando con todas sus fuerzas, no sólo en Bruselas sino ante todo en Italia para conseguir que la aprobación de la Constitución (a pesar de todos sus límites) se convierta en el objetivo preliminar del surgimiento de una vanguardia entre las naciones más comprometidas en una Unión Europea federalista, so pena de su decadencia, y para afirmar una política social que permita realizar los objetivos de Lisboa y de Göteborg: la formación a lo largo de toda la vida, investigación, inversiones en las grandes infraestructuras europeas y un plan ecológico de dimensión europea… hacia el pleno empleo.
Este es el desafío más grande para los próximos años.
La revolución informática tiende a convertir el trabajo en el factor más “escaso” de una política de desarrollo y expansión de los conocimientos. En la fase actual, de esta ecuación (que pocos niegan) se desprende una concentración de la utilización del ahorro hacia objetivos de valoración del trabajo y sus conocimientos, asumiendo como prioritarios las inversiones en nuevas formas de organización del trabajo, en investigación y formación permanente de los trabajadores: se trata de permitirles a éstos que puedan medirse con un flujo incesante de innovaciones, asumiendo nuevos espacios de responsabilidad, autonomía y libertad para participar en las tareas de la empresa moderna. Sin embargo, en la puesta en marcha de este proceso surgen dos obstáculos por el mercado “auto controlado”.
En primer lugar, el hecho de que la flexibilidad y la movilidad del trabajo, provocadas por la puesta en marcha y la permanente introducción de las nuevas tecnologías, rebajan el interés del mayor número de empresas a invertir en formación a un número de trabajadores y, concretamente, para los que tienen contratos de duración determinada. De esta manera se deja a un mercado sin reglas la opción entre el reciclaje oneroso de una mano de obra poco cualificada o la decisión poco costosa de su progresiva exclusión.
Así pues, la colectividad debe entrar en escena con toda una serie de servicios fundamentales (la enseñanza, la salud y la protección social), con una intervención solidaria en apoyo de todas las figuras del mercado de trabajo --las que tienen empleo y las desempleadas-- implicando a las empresas en esta tarea de valoración del factor humano frente a una concreta quiebra del mercado. La alternativa a esto es un proceso de precarización de amplio alcance y sin instrumentos de recuperación, generando un sector más amplio de desempleo de larga duración.
Otra tendencia del mercado sin ninguna regulación es la de limitar el crecimiento de la población activa, no sólo porque ralentiza el índice de natalidad, el aumento de la longevidad y el envejecimiento de las poblaciones (que son datos objetivos), sino porque las razones “subjetivas” que antes he recordado a propósito de la fallida puesta en marcha, por parte del mercado, de una actividad de formación a lo largo de toda la vida laboral. Aquí interviene otro factor en la política de empleo y formación en la empresa, particularmente en Italia. Se trata de una política que tiende, como hemos visto, a reducir los salarios para los nuevos contratados, transformando el empleo en un interminable periodo de prueba, de opresión y de inseguridad, y acelerando simultáneamente la expulsión de los trabajadores de más edad, sobre todo los de las categorías medias o bajas. También en este caso se impone una intervención de la colectividad que no sea el recorte de las pensiones o el aumento obligatorio de la edad de jubilación. También para los desempleados.
Frente a tales peligros, la única intervención coherente para una política de pleno empleo no es otra que incentivar el aumento voluntario de la edad de jubilación y la puesta en marcha de medidas que desalienten los despidos de trabajadores con más antigüedad (de más de 45 años) y de una política de formación para estos trabajadores que permita experiencias de recolocación, especialmente en el sector de servicios. En particular, apoyando al tercer sector ya transformado --con la participación creciente del voluntariado y el descubrimiento del dono[7], como elemento de solidaridad y cohesión social-- en un contexto de libertad, pero que no puede confiarse solamente a la acción desinteresada de una minoría, aunque sea numerosa.
Otro gran obstáculo para hacer unas inversiones de largo respiro, como lo son las de formación continua --y también para la investigación en nuevos productos, códigos de tutela ambiental y nuevas formas de organización del trabajo-- es el tiempo en que tales inversiones expresan su rendimiento.
El papel del manager con relación a los intereses del accionista siempre fue en el pasado prospectar la conveniencia de estrategias a largo plazo que garantizaran, también en las nuevas condiciones, eficiencia y competitividad a la empresa, sin disipar recursos en inversiones poco innovadoras, garantizando sólo la rentabilidad inmediata. La difusión de las nuevas tecnologías ha contribuido a poner en crisis esta dialéctica entre manager y accionista. No sólo porque un proceso de innovaciones tecnológicas, ecológicas y organizativas incesantes presupone la movilización prioritaria de amplios recursos para la investigación y la formación sino porque, por otra parte, las nuevas tecnologías han introducido una revolución en el funcionamiento de los mercados financieros. La posibilidad de efectuar movimientos rápidos de capitales y transacciones en tiempo real, la rapidez de las operaciones de inversiones orientadas a la rentabilidad inmediata han conducido --si puedo decirlo de esa manera-- a una movilización de los accionistas para reafirmar una concepción de la empresa donde se mide la eficiencia por su capacidad de realizar rendimientos a breve o brevísimo plazo.
Las vicisitudes financieras de muchas grandes empresas italianas en los años noventa han sido una probada demostración de esta carrera por el rendimiento a corto plazo, también por su coincidencia con la caída de las inversiones públicas y privadas en investigación y desarrollo. (Es inútil hablar de la formación permanente ya que los recursos que se han invertido con eso objetivo eran casi cero) Por otra parte, el mismo papel del manager, en un número creciente de casos, ha sido arrastrado a hacer lo mismo que los accionistas: el rendimiento a corto plazo. En efecto, cada vez es más frecuente la participación --a veces, muy relevante-- de los managers en el capital de la empresa (las stocks options) seguida por los “estipendios” impresionantes que les son reconocidos. Ello induce a una parte de ellos a (los que no tienen un proyecto industrial de largo alcance y la fuerza de imponerlo a los accionistas) una política de inversiones, orientada a una rentabilidad inmediata, antes que a proponer una recuperación estructural de la competitividad de la empresa.
He ahí la razón de que asuntos como las inversiones en investigación y formación (o sobre la necesidad de poner en marcha un programa a largo plazo de saneamiento ecológico) nos enfrentamos a los auténticos y concretos “fallos del mercado” y con la consciencia de que el mercado, abandonado a sus propios humores y a sus impulsos espontáneos, nunca podrá hacer frente a los retos de la tercera revolución industrial.
De ahí que una política industrial, digna de ese nombre -- empeñada realmente en el papel que espera el Mezzogiorno, el área mediterránea, el sector de las tecnologías avanzadas y de servicios-- deberá asumir la responsabilidad de definir una intervención pública y la movilización prioritaria de amplios recursos para incentivar las empresas e invertir en formación, investigación, desarrollo y en el saneamiento ecológico del territorio y los centros de trabajo. Y para socializar, a favor de las pequeñas y medianas empresas --principalmente en el Mezzogiorno-- los resultados de un proyecto nacional de investigación. He ahí, además, por qué se debe estimular, en primer lugar, las inversiones en investigación y formación a lo largo de toda la vida laboral, mediante una red de servicios en el territorio donde experimentar nuevas partenership entre la escuela, la universidad y las empresas. Así pues, los programas de formación permanente deber constituir una fundamental prioridad de la negociación colectiva a nivel de empresa y territorio, y la sede donde se defina la contribución de los recursos, partiendo de las inversiones públicas, de las empresas y de los trabajadores en términos de salario y horario.
Repito, las mismas consideraciones valen para las grandes obras en el sector de las comunicaciones y los transportes, destinadas a crear una red de servicios “comunicantes” en toda la Unión Europea. Pero, sobre todo, valen para la ecología y el saneamiento del territorio; se deberá empezar por las inversiones en investigación y en la experimentación programada de áreas que eliminen los daños tóxicos y ambientales, construyendo instalaciones seguras. De este modo, también en el campo de la ecología, se pueden superar --mediante las inversiones públicas y las empresas innovadas con sus propios códigos de conducta—los fallos del mercado que han dejado indefensa a la comunidad ante los riesgos a un retorno del analfabetismo, la precariedad del empleo, los trastornos hidrológicos y la dependencia casi total de toda una serie de países europeos, americanos y asiáticos en materia de innovación. La ecología, el gobierno de la salud de las personas y el saneamiento del territorio no pueden quedar relegados a un capítulo separado de una política social y económica, inscrita en un proyecto de sociedad. Se trata de una cuestión fundamental para la investigación de nuevos productos duraderos y no contaminantes; también para el uso de nuevas formas de energía, compatibles con el medio ambiente. Es, de igual modo, un punto central de la formación a lo largo de toda la vida laboral, en primer lugar como autodefensa del trabajador. De esta manera se inscribe en los criterios adoptados en la definición y realización de las grandes inversiones en las infraestructuras de la comunicación en Europa y en los programas de saneamiento del territorio.
Este es un giro en la cultura de la izquierda, y debe ampliarse.
En este último periodo se habla mucho (después de los impresionantes escándalos financieros en Italia, Europa y los Estados Unidos) de una “democracia económica” que sancione con una legislación apropiada la tutela del ahorrador y del accionista. Esto es un camino obligado en un país como Italia donde sigue vigente una especie de ley de la jungla, especialmente con las fechorías legislativas del gobierno de Berlusconi.
Pero sería un error pensar que es por esta vía --la “democracia económica”, prescindiendo de la formulación original de Karl Korsch-- se puede defender eficazmente los derechos de los trabajadores. Los fondos de pensiones ciertamente se incentivaron a favor de los trabajadores que disponen de un empleo estable. Pero sería ilusorio considerar que, por esa vía, sea posible tutelar los intereses de los trabajadores amenazados de despidos y expuestos a procesos incesantes de reestructuración. Lo que vale para los fondos de pensiones, vale también para otras formas de corresponsabilidad de los trabajadores en el capital de la empresa. En todos estos casos, se trata necesariamente de tutelar los intereses inmediatos del accionista que no siempre coinciden (y, a veces, se contraponen) con una política de inversiones en investigación y formación que contiene un área de riesgo, pues sus resultados se verifican, al contrario que a las especulaciones financieras, en un tiempo diferido.
Un fondo de inversiones, en el mejor de los casos, puede adoptar códigos de conducta contra el trabajo infantil o sobre políticas ambientales, prevención de los daños y defensa de la salud de las personas: es muy importante que los sindicatos luchen por alcanzar, también con medidas legislativas, la configuración de estos códigos. Pero difícilmente pueden adoptar --si no se proponen sus apropiados incentivos y penalizaciones-- un comportamiento distinto del que tienen otras clases de accionistas, los que privilegian la obtención del beneficio inmediato.
Para una izquierda y un sindicato que apuestan por la innovación y la valoración del trabajo no existen, sin embargo, alternativas a una “democracia industrial” que estimule en el manager una política, basada en la innovación, investigación, formación y salvaguarda, a largo plazo, de los intereses ecológicos de los territorios. Los intereses de los stakeholders (o sea, los sindicatos, movimientos ecológicos, instituciones locales, parados) no pueden confundirse con los intereses, a corto plazo, de los shareholders (o séase, los accionistas), si es que se quiere salir de la situación actual de galbana y desorientación de muchos operadores económicos.
Aquí está la valencia estratégica de la opción de la izquierda y del centro-izquierda para apoyar los derechos básicos y, sobre todo, de los nuevos derechos fundamentales de los trabajadores en esta fase de profunda transformación. Porque sobre estos derechos es posible reconstruir la solidaridad allá donde existe fragmentación de los intereses y de la representación, y con estos derechos existe la posibilidad de reconstruir una relación dialéctica entre la política y la sociedad civil. Esta es una relación que se interrumpió en estos últimos años, dado el divorcio entre una política capaz de gobernar (y no de sometimiento a) los procesos constantes de transformación de la economía y del “trabajo de las naciones” y una sociedad civil en crisis de representación. Hablo de los derechos “antiguos” que adquieren una nueva importancia en esta fase de desarticulación del mercado laboral, tales como la tutela del trabajador y su dignidad --en especial para las nuevas figuras sociales-- en los casos de despidos individuales sin “justa causa”. Sobre todo, me refiero a una nueva generación de derechos civiles, capaces de reconstruir solidaridad y cohesión en esta etapa de profunda articulación de la sociedad civil. Hablo, pues, del derecho a la formación a lo largo de todo el arco de la vida y de la seguridad que ella puede garantizar a los jóvenes, mujeres, inmigrados y trabajadores de más edad, en esta fase donde el trabajo tiende a ser cada vez más flexible y móvil; una seguridad para conjurar los riesgos cada vez mayores de precarización del trabajo y destrucción cíclica de un patrimonio de conocimientos, de saber hacer y, en primer lugar, de autonomía y dignidad. En este caso, se trata de un “derecho de libertad”, puesto que no hay libertad sin conocimiento y porque sin conocimiento tendremos una fractura incurable en la sociedad civil; y sin conocimiento, las relaciones entre gobernantes y gobernados, empezando por el puesto de trabajo, son de opresión y subalternidad.
Hago referencia al derecho a participar en el gobierno del tiempo, en el centro de trabajo y en la vida privada y al derecho a un control de de la organización del trabajo, a la definición de nuevos espacios de autonomía del trabajo, porque siempre se exige a los trabajadores nuevas responsabilidades (y no sólo la antigua fidelidad) en la época contemporánea. Hablo del derecho a la tutela medioambiental. Hablo del derecho a la información preventiva ante las transformaciones de la empresa, y a la concertación en los permanentes procesos de reestructuración, en sus repercusiones en el ambiente, en las políticas de movilidad en el territorio, en los procesos de cualificación del trabajo y en las de creación de nuevas oportunidades de empleo en aquellas empresas afectadas por la reestructuración o dislocación de una parte de sus actividades. Cierto, es posible prever y anticipar los procesos de reestructuración mediante una concertación sistemática con los sindicatos y los poderes públicos; y, del mismo modo, es posible prever o, incluso, redimensionar los contragolpes sociales que se derivan de estas situaciones. Prever, prevenir, dirigir: en ello consiste un gobierno del cambio.
Una legislación sobre la responsabilidad social de la empresa, definida en las mismas directivas de la Comisión ejecutiva de la Unión europea, debería ser parte de la política industrial de un gobierno de centro-izquierda.
Naturalmente, no pienso que la temática que he planteado agote los contenidos de un programa de la izquierda y del centro-izquierda; ni tampoco pretendo que sobre estos asuntos mis planteamientos sean los mejores. Sin embargo, creo que son cuestiones ineludibles sobre las que hay que pronunciarse sin equívocos ni afirmaciones genéricas de principio, a veces, unas y otras, contrapuestas por unos comportamientos, dictados por otras prioridades u otra distinta escala de valores. Por ejemplo, se puede contestar que la enseñanza y la formación, la investigación y la ecología son las prioridades inderogables de una política industrial “moderna”. Pero si se está de acuerdo en ello, no se puede sugerir simultáneamente la oportunidad de una reducción de la presión fiscal que no sea directamente proporcional a la realización de estas prioridades.
Y en un país como el nuestro, que tiene un enorme déficit público, tampoco se puede defender la intangibilidad de los servicios públicos fundamentales como el welfare del empleo, la educación, la salud, la protección social, las comunicaciones, el saneamiento del territorio (más allá de su gestión, que puede ser privada, aunque vinculada al respeto de las reglas públicas de un servicio universal) y, al mismo tiempo, permitir que la propuesta de las rentas mínimas garantizadas no esté rigurosamente vinculada a la formación y el empleo de los trabajadores, con severas sanciones en caso de incumplir las obligación de la formación. Si no se cumplen estas condiciones nos deslizamos hacia una deriva puramente asistencialista que es, incluso, discriminatoria y corporativa.
Sólo reconquistando una autonomía cultural y una lectura crítica de las transformaciones sociales que maduran, en primer lugar, en las relaciones de trabajo, será posible salir de la “farsa” de los programas que se suceden para luego morir de manera rápida, mientras todos invocan coralmente, y con alguna hipocresía, la necesidad de un programa que contemple la obligación de los grupos dirigentes de la izquierda y del centro-izquierda.
[1] Traducción y Notas de José Luis López Bulla
[2] Robert Castel en La metamorfosis del trabajo asalariado. Paidós.
[3] Para mayor abundamiento, véase “La gran transformación”, de Karl Polanyi.
[4] La expresión libertaria no tiene en nuestro autor la misma acepción que vulgarmente conocemos nosotros; o sea, no se refiere a lo libertario en clave anarquista sino amante de la libertad plena, tal como originariamente también la utilizaron los anarquistas españoles.
[5] El actual debate sobre las deslocalizaciones de las empresas ha situado otro término: la relocalización. De esta manera se da a entender que existe una des(localización) de salida y una (re)localización de entrada. Bruno Trentin utiliza aquí la expresión dislocación que tiene la ventaja en castellano de afectar a ambos procesos: el de salida y el de entrada.
[6] Fue cuando Fausto Bertinotti (Prc) amenazó con hacer caer el gobierno Prodi, si no se aprobaba la Ley de las 35 horas.
[7] El dono. Lo cierto es que no existe en castellano una palabra que precisa estas relaciones “de dono”: se trata de la reciprocidad en los intercambios, y hace referencia a una red de prestaciones entre los ciudadanos. Tú me arreglas el grifo, yo te cuido los niños...
La libertad ha sido la apuesta en la historia del llamado conflicto distributivo. Es este dato (la rediscusión de la remuneración del trabajo, mediante la acción colectiva organizada y la respuesta del indivisible principio de autoridad, como prerrogativa del derecho de propiedad) lo que no han comprendido no sólo enteras generaciones de filántropos sino también muchos observadores y actores sociales y reformadores. Todos ellos pensaron que la mejor distribución de la renta, a través de algún “resarcimiento” externo al centro de trabajo, era lo mejor, aunque a cambio de negar las libertades primordiales como posible respuesta a las decisiones de quien dispone tanto de la autoridad como del monopolio de la formación y del conocimiento[2].
Verdaderamente, ya en los orígenes del conflicto social organizado, el movimiento obrero y los legisladores (primero liberales y después socialistas) buscaron, ante todo, redefinir y ampliar los derechos de ciudadanía de los trabajadores subordinados. Las leyes sobre el trabajo nocturno, sobre el trabajo de las mujeres y los niños, el reconocimiento del derecho de coalición (el sindicato) y de huelga… hasta la conquista gradual del sufragio universal, han contribuido de manera determinante a extender los espacios de libertad en las sociedades modernas. Y, con esta, también han contribuido los derechos de ciudadanía de los trabajadores (ante todo, en el diálogo con el Gobierno) como, por ejemplo, el derecho a la instrucción pública y a la protección en caso de desempleo y enfermedad que, de alguna manera, han reequilibrado los términos del conflicto social en los mismos centros de trabajo. Aunque sin oscurecer el principio de propiedad-autoridad que, en el interior de la empresa, regulaba las formas de prestación del trabajo asalariado.
Estos datos --y, más en general, la expansión de la democracia y de los poderes reconocidos a los ciudadanos fuera de los centros de trabajo-- han construido la historia y las conquistas del movimiento obrero con más fuerza que la reducción substancial de las desigualdades, no sólo entre propietarios sino entre los que detentan la autoridad en cualquier tipo de empresa y el trabajo subordinado.
Entre estas conquistas, (la difusión en la Europa occidental de los sistemas de welfare, entendidas originariamente, al menos en Inglaterra, como instrumentos de un desarrollo más general y como “vía” al pleno empleo) representaron en el tejido de nuestras sociedades un medio fundamental de expansión de la democracia, rompiendo todos los obstáculos que pudieran impedir la plena participación de todos los ciudadanos en la escuela, en la asistencia sanitaria, en la seguridad social o en el caso de los accidentes laborales. Ello explica a las claras por qué los fautores de los poderes indivisos del mercado y de la empresa, en la fase actual, hayan hecho de este fundamental instrumento de la democracia el blanco principal de sus ataques al ordenamiento democrático. La idea es clara: sustituir los servicios públicos de carácter universal por el mercado, restableciendo de esa manera las primitivas desigualdades.
Pero, a pesar de los grandes progresos de la democracia y de los “espacios de libertad”, conquistados por la sociedad civil y frente al Estado, la empresa moderna (no me limito a usar el término capitalista) permanece substancialmente cerrada a toda forma de democracia y a todo espacio de libertad. La conquista de importantes derechos de los trabajadores, que se ponen en entredicho de manera recurrente, no parece incidir sustancialmente en la autoridad de la empresa. Ello se concreta en campos decisivos como los derechos a la información, el conocimiento y la igualdad de oportunidades entre los sujetos y los géneros del mundo del trabajo. Vamos a ver si nos entendemos: un gobierno eficiente de la empresa (de cualquier tipo de empresa, también las cooperativas) que sea compatible con algunas libertades fundamentales de la persona --por ejemplo, el derecho a la información y al conocimiento-- constituye un problema de dimensiones reales.
Este problema había sido eliminado por las teorías de la autogestión y, más en general, por las teorías socialistas que creían haber resuelto el nudo del poder, de la dignidad y la libertad de las personas mediante la socialización de los medios de producción, con la fábrica socialista. Con la ilusión de que la fábrica socialista o, incluso, la de tipo autogestionada habría representado el fin no sólo de la expropiación de la plusvalía sino de la mismísima relación de opresión, y no como sin embargo sucede con su exasperación: con el conflicto “estatalizado” entre el manager del partido-estado o, en su caso, el Consejo de autogestión y los propietarios “formales” de la empresa.
El gobierno de la empresa, capaz de hacer frente a la competencia a escala mundial y crear beneficios, tomando rápidas decisiones, no se concibe mediante formas asambleístas de democracia o confiando la propiedad y la gestión a los trabajadores como un todo indistinto. Algunos intentos de esta naturaleza se han convertido en la legitimación de las más duras formas de autoritarismo, atentando contra la libertad de los trabajadores en los pocos espacios privados que existían fuera de los centros de trabajo.
Debe reconocerse que el último poder de decisión está en manos del propietario o del manager de la empresa, según las reglas que haya entre uno y otro, so pena de la parálisis o quiebra de la empresa. Sin embargo, este poder de “última y rápida decisión” no excluye --ésta es la cuestión crucial que sitúo-- formas de control, apoyadas por un sistema de información rápida, ni elimina tampoco formas de participación consultiva en las decisiones, acompañadas por el derecho de propuesta de soluciones alternativas a las adoptadas por la empresa, y también al derecho al ejercicio del conflicto, en el caso de divergencias radicales.
En la fase actual (en la que los procesos de reestructuración de la empresa moderna y de su cambio de localización o de una parte de ella, que se dan continuamente) será cada vez más decisiva la constante actitud de los sindicatos y de las fuerzas de los diversos gobiernos, nacionales y locales, mediante su intervención con un nuevo y fuerte bagaje de conocimientos. Y también será decisiva la capacidad del sindicato a la hora de definir los grandes fundamentos del contrato de trabajo con el objetivo de reunificar, en el cuadro de los derechos, las barrocas dislocaciones contractuales que ha creado la legislación reaccionaria del gobierno de Berlusconi para vaciar de contenido la negociación colectiva, desarticulando el mercado de trabajo y de esa manera marginar el papel del sindicato “general”.
Hablo de un nuevo contrato de trabajo que garantice el derecho al conocimiento y a la formación permanente ante la mayor flexibilidad de las prestaciones de la mano de obra; el derecho a la información preventiva y el control de la organización del trabajo y del tiempo de trabajo ante la mayor responsabilidad que tienen dichas prestaciones de la mano de obra; el derecho, cada vez más pisoteado en estos tiempos, a la igualdad de tratamiento salarial y normativo para quien realiza la misma tarea u otra profesionalmente análoga; el derecho al mantenimiento del empleo de cada concreto trabajador, que es despedido sin justa causa, cualquiera que sea la naturaleza de su actividad. Por esa vía se podrá experimentar una forma de participación en las decisiones de la empresa, que no sustituye las opciones que, en última instancia, le corresponden al manager-empresario, sin afectar al sindicato en una peligrosa confusión de papeles y en una deriva corporativa de su función; la tarea del sindicato siempre encuentra su punto de partida en la mejora de las condiciones de trabajo, de la organización del trabajo y del tiempo de trabajo, y en primer lugar de los espacios de autonomía y libertad de cada trabajador en concreto.
El gobierno del tiempo y de su uso --para el trabajo, el estudio, vacaciones y la vida privada-- se está convirtiendo, en esta época de producción y trabajo flexibles, un terreno fundamental de iniciativa para el sindicato, si es que quiere recuperar mediante su programación negociada un espacio de libertad, dentro o fuera del trabajo.
Toda revolución industrial (la primera, a finales del siglo XVIII; la segunda con la afirmación del modelo fordista; y la tercera con la informática y las telecomunicaciones, en un contexto de globalización de los mercados y los capitales) ha comportado, en primer lugar, así en la empresa como en las unidades de trabajo, tanto en la organización de la producción como en la organización del trabajo, una puesta en cuestión de los anteriores equilibrios de poder y de los precedentes relaciones de subordinación. En otras palabras, una redistribución de los poderes y de la libertad.
La primera revolución industrial tuvo el impulso coercitivo del trabajo asalariado, mediante la tradicional secuencia, primero, del desarraigo y, después, de la exclusión, y la instauración de una relación de dominio sobre las personas, no sólo del trabajo. Fue con las leyes contra los vagabundos y de los pobres con el objetivo de someter la fuerza del trabajo a los empresarios; la fuerza de trabajo, efectivamente, que expulsaban la agricultura y el artesanado y que a veces estaba presto a destruir las máquinas para conservar, con el monopolio de su saber hacer, su autonomía profesional y una cierta libertad de elección[3].
La segunda revolución industrial significó la expropiación fordista del saber y del saber hacer de la mayoría de los trabajadores, reducida a un ciego apéndice de las decisiones del manager.
La tercera, la de la informática, que expropia tendencialmente, al mayor número de personas, el control de un conocimiento en constante evolución, aunque exige contrariamente al trabajador (a todos los trabajadores) una responsabilidad de los resultados por sus intervenciones conscientes en la producción; de esa manera se extiende la inseguridad y la precariedad en el empleo, mediante los incesantes procesos de reestructuración y deslocalización que son ya fisiológicos y, por añadidura, un signo de vitalidad de la empresa moderna.
Frente a esas tres revoluciones, fracasadas las formas primitivas de revuelta o de defensa obstinada de una imposible inmovilidad del empleo en la empresa moderna (el último ejemplo ha sido el intento, puramente verbal, de reducir simultáneamente el horario de las 35 horas para todos los trabajadores); derrota por las recurrentes venganzas del sistema; la ilusión de algún que otro intelectual extremista que quería subvertir el mismísimo corazón de la máquina capitalista con una movilización, referida sólo a los salarios, sin ningún tipo de compatibilidades con las otras variables de la economía… el movimiento socialista y el sindicato se replegaron, primero hacia posiciones de resistencia, con la idea de reducir por lo menos la entidad de los despidos que se han producido en estas revoluciones, sin que nunca se produjeran incrementos salariales; y después del repliegue, el sindicato se puso a la búsqueda de un reequilibrio en la sociedad de los poderes que no se tenían en la empresa. La intervención pública ha tenido y conserva esta función, bajo las luchas del movimiento obrero y el pensamiento liberal, hasta la consecución del sufragio universal.
No sólo la conformación del welfare state en la Europa occidental ha tenido un papel relevante en la nueva forma de poner en marcha la política económica y la lucha contra el paro, una función compensatoria con resarcimientos con relación a los fallos de los mercados al tomar como objetivo el enriquecimiento intelectual de la persona humana; también las necesarias políticas redistributivas y la legislación social, orientadas a promover la actividad sindical y la negociación colectiva, sancionando el derecho de huelga, han desarrollado una función esencial de contrapeso ante el monopolio del poder que conserva el empresario capitalista: algo que no cambia con la nacionalización de una empresa, tal como se creía hace años.
El movimiento socialista y el sindicato no han conseguido, sin embargo, reequilibrar los poderes en el interior de la empresa ni tampoco lograron, hasta la presente, sólo en pequeñas dosis y en casos relativamente pequeños, limitar (por ejemplo, los intentos efímeros de la SPD de Brandt de asumir como objetivo general, en su programa fundamental, la humanización del trabajo o algunas iniciativas legislativas en los países escandinavos) el monopolio del conocimiento y decisión que tiene la casta de los mánagers, puesta ahora en peligro por un accionariado ávido de beneficios inmediatos.
También se puede afirmar que, a pesar de la existencia de una espesa literatura y de algunas experiencias sobre el terreno y, a pesar del testimonio combativo de amplias minorías, ésta nunca fue la vía principal del movimiento socialista. El objetivo de la igualdad, de la igualdad de los resultados --y no tanto de las oportunidades-- siempre fue marginal en el interior de las empresas: enfrentarse a la opresión, abordando aquí y ahora la libertad y la autodeterminación fueron “las sobras”. De ahí que tengamos que preguntarnos si esta aporía del movimiento socialista y de los sindicatos pueda durar todavía mucho más. No sólo porque la redistribución de los poderes en los centros de trabajo se corresponde a toda fase de desarrollo económico y, por supuesto, la actual. No sólo porque la revolución informática transforma el digital divide en una separación de posiciones, expectativas de empleo e identidades que repercuten en todas las formas de conocimiento, produciendo una verdadera división de clase entre quien sabe y quien no sabe y ya no tiene instrumentos para adquirir conocimientos que maduran en los centros de trabajo, en el corazón de la empresa. Sino porque la evolución cultural de millones de trabajadores, potencialmente capaces de apropiarse de los nuevos conocimientos y, a partir de ahí, disponer de mayor libertad y autonomía para decidir su propio trabajo, les lleva a verse excluidos de esta posibilidad, ya que les es negado el derecho a igual salario por igual trabajo; o simultáneamente para disponer de una movilidad profesional como esperanza de enriquecerse con nuevos conocimientos y nuevas experiencias de trabajo.
Pero, mirando bien las cosas, a partir de esta contradicción irresuelta que pesa en la vida de cada cual, hay una concepción global del progreso y de la modernidad, como sentido común, que necesita una completa revisión: no es concebible ningún progreso ni ninguna modernización si no se toma en cuenta la primacía de la libertad, a través del conocimiento; y definitivamente hace justicia a todas las ideologías totalitarias, que pretenden que la libertad debe venir después de la “toma” o de la ocupación del poder (en la empresa, en el partido y en el Estado) y que el “bienestar” es la condición preliminar e insustituible para “disfrutar” de la libertad y saber utilizarla. Como diría Amartya Sen, la libertad y el conocimiento son lo primero para estar mejor. Porque la erradicación, la exclusión y la opresión son siempre la causa de la miseria. Y una democracia no podrá llamarse plenamente tal hasta que, en la parte de vida de las personas que dedican al trabajo, no le sea restituida --con sus específicas formas, compatibles con la empresa competitiva-- aquellos espacios de libertad que son esenciales para su progresiva autorrealización.
Hemos sido fáciles profetas en el pasado cuando temíamos que la izquierda italiana (y europea) sufriese sólamente los efectos impetuosos de la tercera revolución industrial, quedando indefensos ante la propagación de las ideologías neoliberales y del nuevo conservadurismo.
La crisis del comunismo y el estallido del socialismo real con el impulso de una revuelta libertaria[4], casi han desarmado a todo el movimiento socialista y ha hecho que hasta la palabra socialismo sea impronunciable. Paradójicamente, en los Estados Unidos se ha manifestado una más lúcida capacidad de análisis y de reflexión crítica en las corrientes “liberales” (ojo, las auténticas), en los verdes y en una parte muy viva de la izquierda democrática.
Pero lo que no era previsible, parafraseando a Gramsci, cuando hemos hablado de una segunda revolución pasiva (sobre todo con relación a la cuestión del trabajo) fue la débâcle del pensamiento crítico y el poder de penetración, en un desierto de reflexión cultural, de las ideologías neoliberales en una parte consistente de la izquierda europea. A veces, esta izquierda repite de manera paroxística el itinerario de los newcons americanos, algunos de los cuales provenían del partido demócrata. Mientras tanto, la parte del movimiento social más expuesta a la desregulación del mercado y a la verdadera y concreta crisis de de la relación de trabajo tradicional se replegaba, como en los años veinte del pasado siglo, a posiciones puramente defensivas, cuando no hacia formas corporativas de representación y conflicto.
La hegemonía neoliberal se hará sentir, en primer lugar, en aquellos exponentes de la izquierda italiana que expresaron su creatividad intelectual “glosando” e, incluso, radicalizando las tesis de la Confindustria de signo puramente autoritario. Que fue lo que ocurrió cuando la campaña por la abolición del artículo 18 del Estatuto de los Trabajadores. O defendiendo la modernidad de una ley del gobierno de Berlusconi que desestructura el mercado laboral con formas contractuales individuales, rígidamente compartimentadas, agrediendo el papel del sindicato y de la negociación colectiva.
Y también se hizo sentir cuando el gobierno de Blair mantuvo todas las leyes antisindicales de la señora Thatcher. Es más, el gobierno de Tony Blair hizo aprobar una ley sobre el derecho de asociación en los centros de trabajo que negaba a la minoría el derecho a existir: sólo podía negociar aquel sindicato que obtuviera la representación (no ya de los que pueden hacerlo en un sufragio colectivo) sino tan sólo de los empleados con empleo fijo.
Ello se hace sentir en el enfoque de una parte de la izquierda italiana en el problema de las pensiones. En vez de readaptar el sistema a las nuevas características del mercado de trabajo (mayor flexibilidad y movilidad laboral y riesgos crecientes de larga interrupción de la relación de trabajo, sobre todo para los más jóvenes y los trabajadores de más edad) algunos no sienten ningún reparo en proponer la reducción de las pensiones futuras, sosteniendo que de esa manera se defiende mejor los intereses de los más jóvenes. Y también se hace sentir cuando se defiende, también entre personalidades de la izquierda, la fábula de una reducción del salario contractual para los nuevos contratados, sin ninguna obligación de formarlos, con el objeto de facilitar un aumento del empleo de los más jóvenes. Mientras tanto, en la realidad --como, por ejemplo, en una teoría honesta y no improvisada-- la reducción del coste contractual de los más jóvenes, la violación de un principio constitucional (a igual trabajo, igual salario) que tutela a jóvenes y mujeres, además de provocar (como lo estamos viendo en Melfi y Milán) una revuelta de todos ellos, al sentirse humillados y discriminados --incluso con el aval de un sindicato-- tiene el efecto de acelerar la expulsión de la mano de obra más antigua. Y eso ocurre precisamente cuando los mismos propulsores de estas “terapias” autoritarias, propician sin una pizca de vergüenza un aumento de la edad laboral con relación al cobro de las pensiones.
También hemos notado el temor de algunos exponentes de la izquierda afirmando que el rechazo de los infrasalarios para los nuevos contratados habría llevado a muchos jóvenes a romper con desprecio el contrato de trabajo. Y leímos en un documento patrocinado por el gobierno italiano de centroizquierda y por el neolaborista británico, la tesis de un notable experto inglés que plantea la reducción de los salarios en las regiones italianas del Sur en proporción al número de parados. Esta es la vía, benevolentemente indicada, para resolver la cuestión meridional. O sea, como si todavía estuviéramos en una época donde las figuras dominantes de los trabajadores meridionales eran el jornalero o el peón de albañil; y como si fuera posible, mediante un decreto, eliminar el sindicato, dejando que una ley extraña estableciera estos vasos comunicantes: con menos salarios, habrá más empleo. De qué manera explicar, pues, en un contexto similar, el fenómeno de la inmigración y el aumento del desempleo de los trabajadores de más edad (también en las regiones meridionales) eso se lo dejaremos a nuestro experto inglés del new new labour.
El movimiento de los trabajadores, los sindicatos (y, en primer lugar, la CGIL) han desarrollado un papel, probablemente insustituible, de freno --también con su acción de resistencia-- de la degeneración de la política y el dominio de las ideologías neoliberales; una resistencia que rebajó en los centros de trabajo y en las nuevas formas de prestación de la mano de obra (los llamados contratos atípicos) las implicaciones ademocráticas y autoritarias. No se puede desconocer ese dato, a menos que se quiera cometer un grave error de apreciación a la hora de analizar la situación italiana; y también en la situación de otros países europeos, como España, Francia y Alemania.
Nuestro límite ha sido otro: la ausencia de proyecto. Desde ese punto de vista, también aquí, faltó la exigencia de una gran autonomía cultural para valorar los efectos de la tercera revolución industrial, construyendo las condiciones que deberían corresponderse con la nueva etapa de la liberación del trabajo, una vez asumido que éste es el objetivo fundamental del movimiento sindical. De hecho, todo esto ha impedido a las fuerzas de la izquierda tradicional, hasta el día de hoy, ser auténticas interlocutoras de los movimientos de diversa naturaleza que surgían en la sociedad civil, por ejemplo los alterglobalizadores y otros. Ciertamente, todos ellos tienen contradicciones y simplismos en sus consignas, pero representan una exigencia de fuerte cambio, en primer lugar en la sociedad civil.
El movimiento sindical tiene muchas razones que explican su repliegue defensista (ante los incesantes procesos de reestructuración, de “terciarización” y de dislocación de las empresas[5]) y su aceptación de un asistencialismo como última frontera. Este repliegue a una línea de defensa de sólo el salario, en un momento en que Berlusconi cancela los acuerdos de 1993 y rompe la cláusula de revisión sobre la “inflación programada” lleva a un ataque al poder adquisitivo de las retribuciones, con el apoyo activo de la Confindustria, incluso de las Confederaciones de las Cooperativas. Esta situación se dio en un momento en que, en las empresas y en el mercado, dominaba el miedo a los despidos, lo que se refleja en una reacción primordial de autodefensa que se verifica en todos los países industrializados en más de una circunstancia.
El precio ha sido alto porque comportó la renuncia, en muchas ocasiones, al mantenimiento de una política reivindicativa, de rebajas, en el control de las formas tayloristas de organización del trabajo, que sobreviven en la mayoría de las empresas después de la crisis del fordismo; en el gobierno del tiempo, de intervención en las políticas de formación en las empresas y de la movilidad profesional de los trabajadores. Sí. El precio ha sido alto cuando una parte de la izquierda propugnaba la solución centralista y legisladora de la reducción de los horarios en todas las grandes y medianas empresas, excluyendo así a la gran mayoría de los trabajadores[6]. Un planteamiento que no tenía ningún apoyo de masas entre los trabajadores, y que suponía que el sindicato perdiese el control y el gobierno del tiempo de trabajo y de los tiempos extralaborales. De esta manera se concedía a las empresas un instrumento unilateral para condicionar la vida laboral, de los espacios de libertad y certidumbre, conquistados en los últimos cuarenta años. Sobre estas derrotas de la política reivindicativa del sindicato se debe hablar echando cuentas de los cambios que se han operado en las relaciones de fuerza junto a la nueva revolución de la informática; también se debe hablar del repliegue de una parte de la izquierda a posiciones subalternas de las ideologías neoliberales y también del extremismo totalmente verbal (quiero decir, sin una hora de huelga) de otra parte de la izquierda, como lo demuestra el triste epílogo de las 35 horas en Francia. No se puede ignorar tampoco la existencia de otras derivas presentes en el movimiento sindical: el resurgir de una vieja cultura sectaria, inspirada substancialmente en la pura y simple negación de las transformaciones de estos años, ya sean las que se han producido en el sistema-empresa, ya sean las que están presentes en la composición social, cultura y subjetiva de las clases trabajadoras.
El descubrimiento --en los años de la diversificación objetiva y subjetiva del mundo del trabajo-- de una reivindicación típicamente defensiva y “fordista” como la del aumento salarial igual para todos, señala, con una auténtica y concreta regresión cultural, un divorcio radical con la parte nueva del mercado laboral que no está dispuesta a una pura y simple homologación y a una representación que les niegue sus subjetividades y libertades. Por otro lado, el descubrimiento de que la unidad sindical no es ya un valor ni una condición vital para afirmar los derechos de los trabajadores, representa la vuelta a un extremismo verbal, asumida como la excusa de una inevitable derrota.
Todo ello ratifica la inevitable vuelta atrás que sigue a la renuncia de la independencia sindical; a la autonomía cultural que interpreta las transformaciones de la sociedad sin ser los súcubos de las tesis ideológicas de las clases dominantes o de un extremismo que renuncia, de entrada, a gobernar lo que avanza y estando siempre a la espera de que la cosa explote. A la autonomía cultural, capaz de construir --ante todo, con todos los sujetos del mundo del trabajo y de las empresas innovadas-- un proyecto de transformación de la sociedad civil y de la vida cotidiana, dando más libertad, más poderes y mayores posibilidades de participación creativa a las fuerzas sociales subordinadas.
De cómo hacer frente a las grandes contradicciones de este siglo
La intervención militar de los Estados Unidos y del gobierno italiano en Irak ha puesto de manifiesto, al menos al principio, una cierta separación entre una parte de los militantes pacificotas “integrales” y la mayoría de los partidos del centro-izquierda que asumieron como criterio discriminante una acción que consolidara el peso y el prestigio de las instituciones internacionales: la Unión Europea y, sobre todo, Naciones Unidas. Este enfoque es lo que, ante todo, motivó la oposición del centro-izquierda italiano a la intervención americana e inglesa en Irak.
Personalmente estoy de acuerdo con el comportamiento del centro-izquierda italiano en sus diversas fases, antes y después de la intervención. En efecto, tengo para mí que forma parte de las mejores tradiciones del movimiento obrero (como ocurrió cuando la guerra de España) la acción de masas apoyando el recurso a la fuerza para impedir un genocidio, el aplastamiento de un gobierno legítimo o de un movimiento democrático. En nombre de estos principios, los militantes de izquierdas se batieron en Francia y Gran Bretaña contra “las potencias de la no intervención” para impedir la derrota de la República española.
Nuestros errores no están ahí. Sino en el hecho de que, en momentos cruciales como el genocidio en Bosnia, el ataque en Kosovo, la masacre en Ruanda o la represión del pueblo chechenio, la izquierda no consigue a tomar determinadas decisiones o a plantear críticamente cierta ausencia y pasividad mediante un gran movimiento de discusión y asunción popular (no sólo con las manifestaciones) en una auténtica reflexión colectiva. Esta carencia ha pesado, sobre todo, cuando se trataba de reconocer en el terrorismo de Al Qeda, no ya uno de los grupos terroristas nacionalistas que hemos conocido y combatido, también en la Europa de la segunda mitad del siglo XX, sino un sujeto político de dimensión mundial con sus centros, su poder de difusión, con sus mercenarios humillados y conquistados a una religión de caridad, negadora de los valores del Islam y decidida a provocar --con los asesinatos y estragos-- la regresión del mundo árabe hacia una nueva Edad Media, teocrática y tribal, destruyendo con las armas del miedo y la muerte cualquier apariencia de democracia.
Ahora bien, las opciones y orientaciones que cuestionan algunas convicciones y certezas del pasado (cuando no existían ni el terrorismo internacional ni las guerras inter-étnicas) como la no ingerencia en los asuntos “internos” de otro país o el rechazo de cualquier guerra (que no fuera totalmente defensiva en la pugna con otro Estado) como prescribe la Constitución italiana, exigen la repulsa de las decisiones verticistas y reclaman una fase de diálogo y discusión con la masa de militantes, simpatizantes y electores que, no obstante, casi siempre nos ha faltado. Paradójicamente, me acuerdo de que, en los tiempos del partido comunista italiano cuando la represión armada contra la revuelta húngara (un “asunto interno” de la democracia popular) las secciones de aquel partido estaban de bote en bote hasta las tantas de la noche con militantes y simpatizantes que se interrogaban apasionadamente sobre la naturaleza del giro político que se estaba operando en Hungría: ¿era un golpe de Estado del imperialismo o una rebelión obrera y popular? Y también tras las conclusiones del Congreso nacional del Pci que aprobó la intervención soviética, aquel debate dejó profundas huellas en el “corazón” del partido, no sólo entre quienes lo abandonaron en aquella ocasión.
En mi opinión, ahí están las razones de la debilidad y, a veces, de la improvisación de la “política exterior” de la izquierda italiana, que han pesado en algunos momentos en la recíproca incomprensión que tuvo con los movimientos pacificistas y los antiglobalización. Pero éste no ha sido sólamente el límite. Hay que ser rigurosos y consecuentes cuando nos encontramos ante la ardua situación de una posible intervención militar para impedir un genocidio o la represión de un movimiento democrático o para defendernos de un Estado que organiza un ejército de terroristas. No sólo anteponiendo una política de alianzas y de unidad que prevenga y venza al terrorismo, sino combatiendo en todo momento, con medios políticos y pacíficos, con el apoyo de los pueblos que reivindican su independencia o que luchan contra una dictadura; demostrando con los hechos (y no sólo con las palabras) que no puede haber, para la izquierda italiana, ninguna diferencia entre el dictador “enemigo” y el dictador “amigo”. Que nuestra incesante iniciativa se dirija sin ninguna rémora a Bosnia y Chechenia, a Cuba y al Túnez de Ben Alí. Y también a la iniciativa de la Internacional socialista: el terrorismo palestino es el peor enemigo de la OLP y de la independencia palestina o la ocupación militar y la represión sangrienta del gobierno de Sharon en su lucha contra las poblaciones palestinas.
Es preciso que sepamos batirnos para que la Asamblea general de Naciones Unidas condene la represión rusa en Chechenia de la misma manera que condenó el genocidio en Bosnia. Es necesario demostrar con los hechos que la izquierda italiana no tiene “líneas de repuesto” sino un código de honor. Sin embargo, para poder conducir de manera transparente (a la luz del Sol) esta batalla por la defensa de las libertades en el mundo, se requiere conducir con coherencia y continuidad una batalla por la creación de instituciones internacionales que tengan poderes efectivos de decisión, y que sean representativas de todas las áreas de la población mundial. Hablemos de las iniciativas más urgentes: la eliminación del poder de veto en el Consejo de Seguridad, ampliando su representación con un representante de la Unión Europea, es un objetivo de dramática urgencia.
Ahora bien, eso quiere decir que Europa debe ser un sujeto político, haciendo frente a la resistencia del gobierno de Blair. Hay que conferir autoridad y poder a la Unión europea, ante todo, en su política exterior y de tutela de los derechos y libertades, dando vida a una experiencia de cooperación reforzada en la zona de la unión monetaria. También mediante la reforma del pacto de estabilidad, haciéndolo compatible con la consecución de los objetivos de la política de la Cumbre de Lisboa. Así se abrirán más adhesiones a una estrategia que apunte explícitamente, mediante iniciativas de vanguardia, a convertir la Unión Europea en un sujeto político de dimensiones mundiales y un ejemplo para construir otras alianzas y organizaciones regionales, capaces de contener las estrategias imperiales basadas en el unilateralismo.
La izquierda italiana, y en gran medida la izquierda europea, hasta la presente, no ha conseguido dar una batalla por la unión política de Europa: una batalla popular, empujando con todas sus fuerzas, no sólo en Bruselas sino ante todo en Italia para conseguir que la aprobación de la Constitución (a pesar de todos sus límites) se convierta en el objetivo preliminar del surgimiento de una vanguardia entre las naciones más comprometidas en una Unión Europea federalista, so pena de su decadencia, y para afirmar una política social que permita realizar los objetivos de Lisboa y de Göteborg: la formación a lo largo de toda la vida, investigación, inversiones en las grandes infraestructuras europeas y un plan ecológico de dimensión europea… hacia el pleno empleo.
Este es el desafío más grande para los próximos años.
La revolución informática tiende a convertir el trabajo en el factor más “escaso” de una política de desarrollo y expansión de los conocimientos. En la fase actual, de esta ecuación (que pocos niegan) se desprende una concentración de la utilización del ahorro hacia objetivos de valoración del trabajo y sus conocimientos, asumiendo como prioritarios las inversiones en nuevas formas de organización del trabajo, en investigación y formación permanente de los trabajadores: se trata de permitirles a éstos que puedan medirse con un flujo incesante de innovaciones, asumiendo nuevos espacios de responsabilidad, autonomía y libertad para participar en las tareas de la empresa moderna. Sin embargo, en la puesta en marcha de este proceso surgen dos obstáculos por el mercado “auto controlado”.
En primer lugar, el hecho de que la flexibilidad y la movilidad del trabajo, provocadas por la puesta en marcha y la permanente introducción de las nuevas tecnologías, rebajan el interés del mayor número de empresas a invertir en formación a un número de trabajadores y, concretamente, para los que tienen contratos de duración determinada. De esta manera se deja a un mercado sin reglas la opción entre el reciclaje oneroso de una mano de obra poco cualificada o la decisión poco costosa de su progresiva exclusión.
Así pues, la colectividad debe entrar en escena con toda una serie de servicios fundamentales (la enseñanza, la salud y la protección social), con una intervención solidaria en apoyo de todas las figuras del mercado de trabajo --las que tienen empleo y las desempleadas-- implicando a las empresas en esta tarea de valoración del factor humano frente a una concreta quiebra del mercado. La alternativa a esto es un proceso de precarización de amplio alcance y sin instrumentos de recuperación, generando un sector más amplio de desempleo de larga duración.
Otra tendencia del mercado sin ninguna regulación es la de limitar el crecimiento de la población activa, no sólo porque ralentiza el índice de natalidad, el aumento de la longevidad y el envejecimiento de las poblaciones (que son datos objetivos), sino porque las razones “subjetivas” que antes he recordado a propósito de la fallida puesta en marcha, por parte del mercado, de una actividad de formación a lo largo de toda la vida laboral. Aquí interviene otro factor en la política de empleo y formación en la empresa, particularmente en Italia. Se trata de una política que tiende, como hemos visto, a reducir los salarios para los nuevos contratados, transformando el empleo en un interminable periodo de prueba, de opresión y de inseguridad, y acelerando simultáneamente la expulsión de los trabajadores de más edad, sobre todo los de las categorías medias o bajas. También en este caso se impone una intervención de la colectividad que no sea el recorte de las pensiones o el aumento obligatorio de la edad de jubilación. También para los desempleados.
Frente a tales peligros, la única intervención coherente para una política de pleno empleo no es otra que incentivar el aumento voluntario de la edad de jubilación y la puesta en marcha de medidas que desalienten los despidos de trabajadores con más antigüedad (de más de 45 años) y de una política de formación para estos trabajadores que permita experiencias de recolocación, especialmente en el sector de servicios. En particular, apoyando al tercer sector ya transformado --con la participación creciente del voluntariado y el descubrimiento del dono[7], como elemento de solidaridad y cohesión social-- en un contexto de libertad, pero que no puede confiarse solamente a la acción desinteresada de una minoría, aunque sea numerosa.
Otro gran obstáculo para hacer unas inversiones de largo respiro, como lo son las de formación continua --y también para la investigación en nuevos productos, códigos de tutela ambiental y nuevas formas de organización del trabajo-- es el tiempo en que tales inversiones expresan su rendimiento.
El papel del manager con relación a los intereses del accionista siempre fue en el pasado prospectar la conveniencia de estrategias a largo plazo que garantizaran, también en las nuevas condiciones, eficiencia y competitividad a la empresa, sin disipar recursos en inversiones poco innovadoras, garantizando sólo la rentabilidad inmediata. La difusión de las nuevas tecnologías ha contribuido a poner en crisis esta dialéctica entre manager y accionista. No sólo porque un proceso de innovaciones tecnológicas, ecológicas y organizativas incesantes presupone la movilización prioritaria de amplios recursos para la investigación y la formación sino porque, por otra parte, las nuevas tecnologías han introducido una revolución en el funcionamiento de los mercados financieros. La posibilidad de efectuar movimientos rápidos de capitales y transacciones en tiempo real, la rapidez de las operaciones de inversiones orientadas a la rentabilidad inmediata han conducido --si puedo decirlo de esa manera-- a una movilización de los accionistas para reafirmar una concepción de la empresa donde se mide la eficiencia por su capacidad de realizar rendimientos a breve o brevísimo plazo.
Las vicisitudes financieras de muchas grandes empresas italianas en los años noventa han sido una probada demostración de esta carrera por el rendimiento a corto plazo, también por su coincidencia con la caída de las inversiones públicas y privadas en investigación y desarrollo. (Es inútil hablar de la formación permanente ya que los recursos que se han invertido con eso objetivo eran casi cero) Por otra parte, el mismo papel del manager, en un número creciente de casos, ha sido arrastrado a hacer lo mismo que los accionistas: el rendimiento a corto plazo. En efecto, cada vez es más frecuente la participación --a veces, muy relevante-- de los managers en el capital de la empresa (las stocks options) seguida por los “estipendios” impresionantes que les son reconocidos. Ello induce a una parte de ellos a (los que no tienen un proyecto industrial de largo alcance y la fuerza de imponerlo a los accionistas) una política de inversiones, orientada a una rentabilidad inmediata, antes que a proponer una recuperación estructural de la competitividad de la empresa.
He ahí la razón de que asuntos como las inversiones en investigación y formación (o sobre la necesidad de poner en marcha un programa a largo plazo de saneamiento ecológico) nos enfrentamos a los auténticos y concretos “fallos del mercado” y con la consciencia de que el mercado, abandonado a sus propios humores y a sus impulsos espontáneos, nunca podrá hacer frente a los retos de la tercera revolución industrial.
De ahí que una política industrial, digna de ese nombre -- empeñada realmente en el papel que espera el Mezzogiorno, el área mediterránea, el sector de las tecnologías avanzadas y de servicios-- deberá asumir la responsabilidad de definir una intervención pública y la movilización prioritaria de amplios recursos para incentivar las empresas e invertir en formación, investigación, desarrollo y en el saneamiento ecológico del territorio y los centros de trabajo. Y para socializar, a favor de las pequeñas y medianas empresas --principalmente en el Mezzogiorno-- los resultados de un proyecto nacional de investigación. He ahí, además, por qué se debe estimular, en primer lugar, las inversiones en investigación y formación a lo largo de toda la vida laboral, mediante una red de servicios en el territorio donde experimentar nuevas partenership entre la escuela, la universidad y las empresas. Así pues, los programas de formación permanente deber constituir una fundamental prioridad de la negociación colectiva a nivel de empresa y territorio, y la sede donde se defina la contribución de los recursos, partiendo de las inversiones públicas, de las empresas y de los trabajadores en términos de salario y horario.
Repito, las mismas consideraciones valen para las grandes obras en el sector de las comunicaciones y los transportes, destinadas a crear una red de servicios “comunicantes” en toda la Unión Europea. Pero, sobre todo, valen para la ecología y el saneamiento del territorio; se deberá empezar por las inversiones en investigación y en la experimentación programada de áreas que eliminen los daños tóxicos y ambientales, construyendo instalaciones seguras. De este modo, también en el campo de la ecología, se pueden superar --mediante las inversiones públicas y las empresas innovadas con sus propios códigos de conducta—los fallos del mercado que han dejado indefensa a la comunidad ante los riesgos a un retorno del analfabetismo, la precariedad del empleo, los trastornos hidrológicos y la dependencia casi total de toda una serie de países europeos, americanos y asiáticos en materia de innovación. La ecología, el gobierno de la salud de las personas y el saneamiento del territorio no pueden quedar relegados a un capítulo separado de una política social y económica, inscrita en un proyecto de sociedad. Se trata de una cuestión fundamental para la investigación de nuevos productos duraderos y no contaminantes; también para el uso de nuevas formas de energía, compatibles con el medio ambiente. Es, de igual modo, un punto central de la formación a lo largo de toda la vida laboral, en primer lugar como autodefensa del trabajador. De esta manera se inscribe en los criterios adoptados en la definición y realización de las grandes inversiones en las infraestructuras de la comunicación en Europa y en los programas de saneamiento del territorio.
Este es un giro en la cultura de la izquierda, y debe ampliarse.
En este último periodo se habla mucho (después de los impresionantes escándalos financieros en Italia, Europa y los Estados Unidos) de una “democracia económica” que sancione con una legislación apropiada la tutela del ahorrador y del accionista. Esto es un camino obligado en un país como Italia donde sigue vigente una especie de ley de la jungla, especialmente con las fechorías legislativas del gobierno de Berlusconi.
Pero sería un error pensar que es por esta vía --la “democracia económica”, prescindiendo de la formulación original de Karl Korsch-- se puede defender eficazmente los derechos de los trabajadores. Los fondos de pensiones ciertamente se incentivaron a favor de los trabajadores que disponen de un empleo estable. Pero sería ilusorio considerar que, por esa vía, sea posible tutelar los intereses de los trabajadores amenazados de despidos y expuestos a procesos incesantes de reestructuración. Lo que vale para los fondos de pensiones, vale también para otras formas de corresponsabilidad de los trabajadores en el capital de la empresa. En todos estos casos, se trata necesariamente de tutelar los intereses inmediatos del accionista que no siempre coinciden (y, a veces, se contraponen) con una política de inversiones en investigación y formación que contiene un área de riesgo, pues sus resultados se verifican, al contrario que a las especulaciones financieras, en un tiempo diferido.
Un fondo de inversiones, en el mejor de los casos, puede adoptar códigos de conducta contra el trabajo infantil o sobre políticas ambientales, prevención de los daños y defensa de la salud de las personas: es muy importante que los sindicatos luchen por alcanzar, también con medidas legislativas, la configuración de estos códigos. Pero difícilmente pueden adoptar --si no se proponen sus apropiados incentivos y penalizaciones-- un comportamiento distinto del que tienen otras clases de accionistas, los que privilegian la obtención del beneficio inmediato.
Para una izquierda y un sindicato que apuestan por la innovación y la valoración del trabajo no existen, sin embargo, alternativas a una “democracia industrial” que estimule en el manager una política, basada en la innovación, investigación, formación y salvaguarda, a largo plazo, de los intereses ecológicos de los territorios. Los intereses de los stakeholders (o sea, los sindicatos, movimientos ecológicos, instituciones locales, parados) no pueden confundirse con los intereses, a corto plazo, de los shareholders (o séase, los accionistas), si es que se quiere salir de la situación actual de galbana y desorientación de muchos operadores económicos.
Aquí está la valencia estratégica de la opción de la izquierda y del centro-izquierda para apoyar los derechos básicos y, sobre todo, de los nuevos derechos fundamentales de los trabajadores en esta fase de profunda transformación. Porque sobre estos derechos es posible reconstruir la solidaridad allá donde existe fragmentación de los intereses y de la representación, y con estos derechos existe la posibilidad de reconstruir una relación dialéctica entre la política y la sociedad civil. Esta es una relación que se interrumpió en estos últimos años, dado el divorcio entre una política capaz de gobernar (y no de sometimiento a) los procesos constantes de transformación de la economía y del “trabajo de las naciones” y una sociedad civil en crisis de representación. Hablo de los derechos “antiguos” que adquieren una nueva importancia en esta fase de desarticulación del mercado laboral, tales como la tutela del trabajador y su dignidad --en especial para las nuevas figuras sociales-- en los casos de despidos individuales sin “justa causa”. Sobre todo, me refiero a una nueva generación de derechos civiles, capaces de reconstruir solidaridad y cohesión en esta etapa de profunda articulación de la sociedad civil. Hablo, pues, del derecho a la formación a lo largo de todo el arco de la vida y de la seguridad que ella puede garantizar a los jóvenes, mujeres, inmigrados y trabajadores de más edad, en esta fase donde el trabajo tiende a ser cada vez más flexible y móvil; una seguridad para conjurar los riesgos cada vez mayores de precarización del trabajo y destrucción cíclica de un patrimonio de conocimientos, de saber hacer y, en primer lugar, de autonomía y dignidad. En este caso, se trata de un “derecho de libertad”, puesto que no hay libertad sin conocimiento y porque sin conocimiento tendremos una fractura incurable en la sociedad civil; y sin conocimiento, las relaciones entre gobernantes y gobernados, empezando por el puesto de trabajo, son de opresión y subalternidad.
Hago referencia al derecho a participar en el gobierno del tiempo, en el centro de trabajo y en la vida privada y al derecho a un control de de la organización del trabajo, a la definición de nuevos espacios de autonomía del trabajo, porque siempre se exige a los trabajadores nuevas responsabilidades (y no sólo la antigua fidelidad) en la época contemporánea. Hablo del derecho a la tutela medioambiental. Hablo del derecho a la información preventiva ante las transformaciones de la empresa, y a la concertación en los permanentes procesos de reestructuración, en sus repercusiones en el ambiente, en las políticas de movilidad en el territorio, en los procesos de cualificación del trabajo y en las de creación de nuevas oportunidades de empleo en aquellas empresas afectadas por la reestructuración o dislocación de una parte de sus actividades. Cierto, es posible prever y anticipar los procesos de reestructuración mediante una concertación sistemática con los sindicatos y los poderes públicos; y, del mismo modo, es posible prever o, incluso, redimensionar los contragolpes sociales que se derivan de estas situaciones. Prever, prevenir, dirigir: en ello consiste un gobierno del cambio.
Una legislación sobre la responsabilidad social de la empresa, definida en las mismas directivas de la Comisión ejecutiva de la Unión europea, debería ser parte de la política industrial de un gobierno de centro-izquierda.
Naturalmente, no pienso que la temática que he planteado agote los contenidos de un programa de la izquierda y del centro-izquierda; ni tampoco pretendo que sobre estos asuntos mis planteamientos sean los mejores. Sin embargo, creo que son cuestiones ineludibles sobre las que hay que pronunciarse sin equívocos ni afirmaciones genéricas de principio, a veces, unas y otras, contrapuestas por unos comportamientos, dictados por otras prioridades u otra distinta escala de valores. Por ejemplo, se puede contestar que la enseñanza y la formación, la investigación y la ecología son las prioridades inderogables de una política industrial “moderna”. Pero si se está de acuerdo en ello, no se puede sugerir simultáneamente la oportunidad de una reducción de la presión fiscal que no sea directamente proporcional a la realización de estas prioridades.
Y en un país como el nuestro, que tiene un enorme déficit público, tampoco se puede defender la intangibilidad de los servicios públicos fundamentales como el welfare del empleo, la educación, la salud, la protección social, las comunicaciones, el saneamiento del territorio (más allá de su gestión, que puede ser privada, aunque vinculada al respeto de las reglas públicas de un servicio universal) y, al mismo tiempo, permitir que la propuesta de las rentas mínimas garantizadas no esté rigurosamente vinculada a la formación y el empleo de los trabajadores, con severas sanciones en caso de incumplir las obligación de la formación. Si no se cumplen estas condiciones nos deslizamos hacia una deriva puramente asistencialista que es, incluso, discriminatoria y corporativa.
Sólo reconquistando una autonomía cultural y una lectura crítica de las transformaciones sociales que maduran, en primer lugar, en las relaciones de trabajo, será posible salir de la “farsa” de los programas que se suceden para luego morir de manera rápida, mientras todos invocan coralmente, y con alguna hipocresía, la necesidad de un programa que contemple la obligación de los grupos dirigentes de la izquierda y del centro-izquierda.
[1] Traducción y Notas de José Luis López Bulla
[2] Robert Castel en La metamorfosis del trabajo asalariado. Paidós.
[3] Para mayor abundamiento, véase “La gran transformación”, de Karl Polanyi.
[4] La expresión libertaria no tiene en nuestro autor la misma acepción que vulgarmente conocemos nosotros; o sea, no se refiere a lo libertario en clave anarquista sino amante de la libertad plena, tal como originariamente también la utilizaron los anarquistas españoles.
[5] El actual debate sobre las deslocalizaciones de las empresas ha situado otro término: la relocalización. De esta manera se da a entender que existe una des(localización) de salida y una (re)localización de entrada. Bruno Trentin utiliza aquí la expresión dislocación que tiene la ventaja en castellano de afectar a ambos procesos: el de salida y el de entrada.
[6] Fue cuando Fausto Bertinotti (Prc) amenazó con hacer caer el gobierno Prodi, si no se aprobaba la Ley de las 35 horas.
[7] El dono. Lo cierto es que no existe en castellano una palabra que precisa estas relaciones “de dono”: se trata de la reciprocidad en los intercambios, y hace referencia a una red de prestaciones entre los ciudadanos. Tú me arreglas el grifo, yo te cuido los niños...